La voz de Santiago Abascal sobrevuela imaginarios catafalcos de los caídos por la patria. A pesar del amable tricotón y las botas de media caña, desde el día que le vimos a caballo, sabemos que va de jinete de la gran estepa. Su rictus barbado le acerca más a uno de los jefes uzbekos que a los generales españoles de asonada, como Pavía, a quien el pueblo de Madrid reconoció cayendo de su asombro, delante del Palacio de las Cortes. El líder de Vox tiene vocación de cirujano de hierro. Recoge el guante de Pemán, el de la “matanza fundacional” del Generalato y de otros que celebraron la España invertebrada y sometida para apuntarse al Partido Patriótico y cimentar el autoritarismo de Primo de Rivera.
Caricatura de Santiago Abascal / FARRUQO
Mientras avanza hacia el reto electoral, Abascal pasa por ser el hermano adusto de Pablo Casado, dispuesto a convertirse en Caín bajo la mirada atenta del expresidente Aznar, que le responde con desafío matón “dímelo a la cara eso de derechita cobarde”. Aznar es el padrazo de Casado y el padre de Abascal. Y ahora, a ambos les concierne rastrear la muerte del progenitor, así le llamen chamán o sumo sacerdote. El minimalismo político que impera en España les exige este sacrificio edípico, si no quieren perpetuar la voz de la conciencia pegada a la nuca, como el sonsonete que tanto ha torturado a Mariano Rajoy.
El jefe de Vox sabe que el tono no confiere autoridad, como experimentó Napoleón III, con la Legión de Honor en el pecho y la banda tricolor. En una de sus imágenes reproducidas, el último Bonaparte está en posición de figura ecuestre, con una mano sujetándose el muslo y la otra empuñando las riendas, pero en realidad no hay riendas ni caballo; Luis, el sobrino del Emperador, le pidió a Pío nono que le coronara como había hecho Pío VII con Napoleón Bonaparte, el auténtico. Pero Pío IX se negó y desde aquel día los franceses llaman a Luis Bonaparte, el pequeño Napoleón. Tampoco Santiago tiene nada, como no sea el pañuelo al viento, de aquel fundador de Falange que habló del destino en lo universal en el Teatro de la Comedia, el 29 de octubre de 1933. Los hechos que se dan dos veces yuxtaponen tragedia y farsa; son el eterno retorno; suben como la espuma pero, en el momento de la verdad, aflojan, como aquel Adrian Leverkun que se refugiaba en su piano para pasar desapercibido.
Abascal pide el “veto a la inmigración y a las ayudas públicas” destinadas a los que llegan en patera porque “ellos son responsables de los asesinatos machistas”. Exhibe un discurso propio de la inclemencia, no de la política. Pero los datos lo desmienten: en la Memoria del Consejo General del Poder Judicial se recoge que un 63% de los crímenes machistas son cometidos por españoles y el resto se despliega en decenas de orígenes. La violencia machista no es innata.
No le llamemos fascista, estoy de acuerdo, pero la homofobia del pimpollo se pinta sola. Su defensa del uso desacomplejado de las armas cortas demuestra que las grandes palabras están reservadas al presente continuo de la épica, como le gusta a este amante de las concertinas, pero dispuesto a cambiar las alambradas de Melilla por un muro de hormigón, siempre que lo pague el Reino de Marruecos. No sé que le ha metido en la cabeza Steve Bannon, de bolos permanentes por Europa, pero Abascal, para no quedarse en blanco, rechaza las ruedas de prensa. Solo se pronuncia en las redes sociales, reducto del cesarismo soviético de Putin y del Despacho Oval. Cuando habla en público lo hace desde un pedestal imaginado, brazos en jarras y perfil aguileño, émulo de aquel Duce italiano que recibía a los valientes de Etiopía al ritmo de “facceta nera serai romana, la tua bandiera sarà sol quella italiana”. Es un seguidor del lepenismo más conspicuo (y disimulado), cuando dice que "el feminismo criminaliza a la mitad de la población con las leyes totalitarias de ideología de género".
Ayer, Vox tenía pensado realizar su primer acto solemne de campaña en el Palau Sant Jordi de Barcelona para mostrar su músculo, pero mira por donde, la empresa pública que gestiona el recinto olímpico, Serveis Municipals (B:SM), programó "tareas de mantenimiento". Abascal se volcó en la calle, concretamente en la Avenida María Cristina de Montjüic, bajo las Torres Venecianas, donde la vecindad escuchó, una vez más, la defensa patriotera de la España monárquica asentada en el derecho teocrático. Ya les digo yo que, cada vez que lo oyen, los de Zarzuela se ponen malos. ¿Por qué escogieron los chicos de Vox las fuentes de colores, en pleno día? El caso es que estuvieron delante de la plaza de toros de Las Arenas, ahora convertida en gran superficie. Allí triunfaron el Gallo (el gitano), Gallito (el niño) y Chamaco, as del toreo tremendista. Abascal no sabe, que José Tomás pidió la plaza histórica para su regreso junto al gran Cayetano. Le habían entonado lo de “anem als toros que fa bon día, a les Arenes de la Gran Via”, una polka de piano que se cantaba en la Barcelona del Términus y el Salón Rosa.