Antes de analizar lo que pasó este viernes en el Parlament, es importante detenernos en el inmenso vodevil que se desarrolló el jueves porque fue entonces cuando se reveló la auténtica dimensión de la derrota política del separatismo. Carles Puigdemont estaba aparentemente dispuesto a firmar la convocatoria de elecciones autonómicas a cambio de la no aplicación del artículo 155. Todo indica que había también la exigencia de otras "garantías" vinculadas a las consecuencias penales de los posibles delitos cometidos por su Govern y los Jordis. Pero lo interesante es que la amenaza de la DUI se había esfumado por completo de la negociación entre el Palau de la Generalitat y la Moncloa. En los días anteriores, bastantes voces suplicaban de forma bobalicona “ni DUI ni 155”, reforzando así la sensación de que se trababa de un quid pro quo (una cosa por otra). Recordemos que el 10 de octubre, el president dejó en suspenso una declaración de independencia que teóricamente venía avalada por el resultado del 1-O, insistiendo en su ineludible “mandato democrático”.

De cara a los suyos, la suspensión de lo que estaba dispuesto en la ley del referéndum era para negociar su implementación o, como mínimo, para encontrar mediadores internacionales que obligaran al Gobierno español a sentarse a negociar una respuesta satisfactoria al deseo de autodeterminación de los soberanistas. Pues bien, a la hora de verdad, de todo eso nada de nada. Lo único que apareció como materia de negociación el jueves fue la convocatoria de elecciones autonómicas a cambio de que Mariano Rajoy no interviniera la Generalitat por la vía del 155.

A la hora de verdad, lo único que apareció como materia de negociación el jueves fue la convocatoria de elecciones autonómicas a cambio de que Mariano Rajoy no interviniera la Generalitat por la vía del 155

Se trata de una derrota clarísima, pues significa que todo lo que ha hecho el separatismo a lo largo del procés no ha servido para nada. Tras la solemne resolución del 9 de noviembre de 2015, con la que se inició la legislatura, las instituciones catalanes se situaron en la “preindependencia” (la secesión iba a culminarse en una plazo de 18 meses y se pasaba a ignorar el orden constitucional español). Y, sin embargo, este el jueves lo único que Puigdemont quería evitar era retrotraer al autogobierno a una situación cercana a la “preautonomía”. La desolación ante tanto esfuerzo inútil, por tantas energías derrochadas, para acabar finalmente votando en unas nuevas elecciones autonómicas, fue enorme entre la parroquia separatista. El president estuvo muy cerca de infligir la peor de las humillaciones y de ahí la respuesta airada que obtuvo la noticia en las redes sociales y en la calle, principalmente contra el PDeCAT.

Al final no hubo convocatoria electoral porque Puigdemont temió convertirse en un traidor y porque esas “garantías” judiciales no se podían dar en un Estado de derecho, pese a que tanto el PSOE como el PP estaban dispuestos a paralizar la aplicación del 155. Con la DUI de ayer en el último minuto los partidos separatistas han intentado esconder su derrota, reparar las heridas personales, y rehacer un relato con algún ingrediente de ilusión de cara al futuro. Que los diputados de JxSí y la CUP pidieran votación secreta, para intentar escaparse de las posibles repercusiones penales de otro delito, demuestra el carácter puramente testimonial de la proclamación de esa república catalana. Una DUI secreta, vergonzante, con el que se intenta esconder su derrota y que pone fin a cinco agotadores años de procés. El separatismo es lo peor que le ha pasado a Cataluña desde 1977. Nos deja una sociedad profundamente dividida, con unas instituciones arrasadas, y una economía que va a quedar muy dañada aunque en el mejor de los escenarios el clima de incertidumbre política se disipe tras las elecciones autonómicas del 21 de diciembre convocadas con acierto por el Gobierno al amparo del tan injustamente denostado artículo 155.