Estos días, la Unión Europea ha evidenciado algunas de sus grandes fragilidades y contradicciones. Así, cabe entender tres hechos muy relevantes que han venido a coincidir en una misma semana.

En primer lugar, lo que subyace tras el peregrinaje del presidente español, Pedro Sánchez, visitando a sus homólogos de los países llamados frugales, en concreto de Suecia y Holanda, para convencerles de la conveniencia de las ayudas directas de la Unión a los países más castigados por el Covid-19. Fieles a su rigidez, y a su convencimiento de que el mundo meridional es una pandilla de holgazanes que viven del buen trabajo de los países del norte, siguen empeñados en bloquear las ayudas, aunque sean condicionadas, para seguir insistiendo en la vía exclusiva del préstamo. 

Al margen de consideraciones éticas, nuestros socios del Norte están en su derecho de dejarse llevar por sus intereses, pero sería de esperar que lo hicieran con una visión a medio plazo. Entonces, entenderían que quienes más se han beneficiado del mercado único y del euro, han sido precisamente ellos, y que es de interés general evitar una fractura, de consecuencias imprevisibles, entre Norte y Sur. 

En segundo, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea al fallar en favor de Apple, y en contra de la reclamación de la Comisión Europea para que devolviera 13.500 millones de euros a Irlanda por impuestos no pagados. Un serio revés para Bruselas y un éxito tanto para la compañía como para Irlanda, que ve ratificada su soberanía fiscal. 

Una victoria jurídica que no solventa la cuestión de fondo, el que estados europeos favorezcan la elusión fiscal, entre ellos Holanda, bajo el cínico argumento de defender su soberanía nacional y la sana competencia fiscal entre estados de la Unión Europea. Estas prácticas conllevan una notable pérdida de ingresos públicos, y evidencian el desatino de que, en un mercado único que comparte una misma moneda, el impuesto de sociedades efectivo varíe del 7% irlandés al 35% francés.

Finalmente, la elección del ministro irlandés, Pascal Donohoe como presidente del Eurogrupo. Que un organismo tan relevante sea presidido por el ministro de finanzas de un país que facilita la elusión fiscal a las grandes multinacionales, y hace de ello su principal atractivo económico, constituye un despropósito y una señal inequívoca de la postura cada vez más rígida de los países del norte. Tampoco debería extrañarnos demasiado pues Jean-Claude Juncker, que fue la máxima autoridad europea como presidente de la Comisión, venía de ejercer como ministro de finanzas de Luxemburgo, un pseudo paraíso fiscal en el corazón de Europa. 

Una mala semana para quienes creemos en el proyecto europeo. La crisis de 2008, y la manera tan errónea cómo se gestionó desde Bruselas, abrió una gran brecha entre Norte y Sur. El Covid-19 no hará más que agrandarla. 

Ningún proyecto de integración sostenible puede ir acrecentando las diferencias entre sus miembros, como viene sucediendo en Europa. Aún menos, cuando va cargado de lecciones éticas de los ricos a los pobres. Y como el modelo no es sostenible, o se reconduce o dejará de ser un proyecto compartido. Tiempo al tiempo.