Se hace difícil fijar el momento fundacional de la discordia que rige las relaciones entre ERC y Junts. Probablemente deberíamos retroceder unas cuantas décadas para atender a los muchos episodios de tensión entre republicanos y pujolistas, a quienes separaban muchas más cosas de las que les unían, comenzando por su extracción social, su concepción del país y sus diferencias en la organización como partidos, además de la fuerza y eficacia de sus respectivos liderazgos. Con la decisión de Carod-Rovira de participar en el tripartito de izquierdas todo empeoró y con el Procés las discrepancias han alcanzado el cenit del despropósito hasta convertirse en una vergüenza nacional.

El origen remoto de tanta deslealtad viene de lejos, el origen inmediato hay que buscarlo en aquellas elecciones no convocadas que debían servir para ahorrarse el fracaso de la unilateralidad y sus consecuencias penales, y en aquel movimiento de ERC desde la presidencia del Parlament para acabar con la pérdida de tiempo de una investidura imposible de Carles Puigdemont, residente ya en Waterloo. Y a partir de aquí, la lista de incidentes es inacabable, con mención especial al abandono con el que los republicanos obsequiaron a Quim Torra cuando el entonces presidente quiso hacerse mártir a golpe de infantilismos.

¿Cuál será la razón por la que ERC y Junts gobiernan juntos? Programa compartido no tienen, empatía personal tampoco, tolerancia política menos, experiencia de gobierno casi nula. La respuesta es mucho más elemental. Porque son independentistas, claro. Y porque una coincidencia sí que tienen: la convicción de que solo desde la Generalitat se puede mantener viva la lucecita de la ilusión que es la misma bombilla que ilumina los intereses electorales que les facilita vivir de la política, financiar la nube republicana y, sobre todo, asegurarse el control de los medios públicos catalanes y  la caja de subvenciones para los medios privados imprescindibles para que la conjura perviva.

Es un círculo infernal para la gobernación de Cataluña y seguramente también para la idea del estado propio que les trascenderá, pero es un circulo virtuoso, --al estilo Joan Laporta--, para los beneficiados. Esta institucionalización de la deslealtad durará mientras su electorado crea que es más substancial para el país la deslegitimación del Estado español que la gestión de las competencias estatutarias o en su caso la negociación de una ampliación del autogobierno. O hasta que ERC pierda el miedo a romper con esta secuencia de necedades y sitúe el horizonte de la independencia en sus parámetros realistas.

Las gentes de Junts no engañan a nadie. No están por gobernar nada, aspiran a ver pasar el cadáver de ERC por delante de la fachada de la casita de Waterloo y prefieren a un Estado en posición de beligerancia a un gobierno central dispuesto a dialogar. Es posible que ERC también tenga entre sus objetivos preferentes observar de primera fila la caída de Junts y todo lo que representa, porque esta es la condición imprescindible para consolidarse como primer partido independentista y a partir de ahí, en la debilidad de sus adversarios, modificar abiertamente el rumbo de sus discursos.

Pere Aragonès acaba de protagonizar un gesto de aparente autoridad al negar a Junts que situara en una mesa de gobierno a dirigentes de partido que no se sientan en el Consell Executiu. Una provocación de Junts en la que cayó ERC. Aragonès fue incapaz de firmar un decreto nombrando a todos los consejeros que cree necesarios para integrar la delegación que debe dialogar con los ministros del gobierno Sánchez, sean del partido que sean. En otras palabras, forzar a los consejeros de Junts a rehuir de sus responsabilidades.

El presidente de la Generalitat, renunciando a ejercer sus competencias y actuando como jefe de partido, le ha hecho un favor a Junts y se ha encomendado a la buena voluntad de PSOE y Unidas Podemos para transferirle un mínimo de oxígeno para que no se ahogue en la presión de Puigdemont. Este mínimo de supervivencia no alcanzará para ponerse la medalla de la amnistía y de haber una consulta consultiva sobre los acuerdos de la Mesa de Negociación no habrá manera humana de venderlo como un referéndum de autodeterminación. Sabiendo eso, ¿cuánto tiempo puede resistir Aragonès sin reconocer las bases reales del diálogo sobre las que puede sostener su perfil propio?

De no querer admitir lo que es viable, no se entiende el interés de ERC por la negociación con el gobierno constitucional. Para Junts, nada de lo que vaya a decidirse en esta relación bilateral será satisfactorio porque da por descontados los límites razonables. Entonces, ¿en qué consiste el juego?