Desde la llegada de la democracia, la evolución del salario mínimo (SMI) ha dependido en gran medida del color del Gobierno, la tasa de paro, la importancia otorgada por aquel a la calidad del empleo creado y el nivel de inflación. No es exactamente lo que indica el artículo 27 del Estatuto de los Trabajadores, quien concede al Ejecutivo la facultad para determinar el importe del SMI, pero guarda una notable semblanza.

Por regla general, ante una idéntica coyuntura económica, los partidos de izquierdas aumentan en mayor medida la cuantía anual del SMI que los de derechas. Lo hacen por ideología, pues uno de sus principales objetivos es la reducción de la desigualdad en la distribución de la renta. No obstante, también para ganar votos, ya que los trabajadores precarios forman parte de su electorado natural.

Para algunas formaciones conservadoras, el SMI constituye más un problema que una solución. Por tanto, no debería existir. Según ellas, distorsiona la interacción entre la oferta y la demanda laboral y provoca un excesivo desempleo, sea casi cuál sea su nivel. Además, contribuye a la generación de un mayor déficit público y un menor incremento del PIB.

A las que no quieren derogarlo, ya sea por convicción o falta de atrevimiento, no les preocupa una elevada desigualdad en la distribución de la renta. Consideran que es el resultado de los distintos méritos laborales de los trabajadores y de una asignación eficiente de los recursos por parte del mercado.

Desde una perspectiva electoral, dichos partidos creen que un elevado aumento del SMI puede restarles más votos que sumarles. Los favorecidos son las familias con menos ingresos y los perjudicados los propietarios de empresas, especialmente de las más pequeñas. Están convencidos que el anzuelo no les permitirá atraer numerosos votantes del primer grupo (hostiles), pero si les hará perder muchos del segundo (favorables).

En España, la anterior tendencia es corroborada por los datos disponibles. No obstante, solo parcialmente. Los mayores incrementos anuales de poder adquisitivo proporcionados por el SMI tuvieron lugar con dos presidentes socialistas (Sánchez y Zapatero), pero uno de ellos (González) lo redujo. En promedio, los primeros lo aumentaron en un 5,3% y 4,6%, respectivamente, y el tercero lo disminuyó en un 0,6%.

Las diferencias entre ellos son importantes. Los dos iniciales hicieron un emblema político de las subidas del SMI, pero no el último. En este apartado, destaca especialmente Sánchez, con un aumento del 22,3% en 2019 y el compromiso de equiparar en 2023 su importe neto al 60% del salario medio, tal y como recomienda la Carta Social Europea. Un empeño en el que ha influido notoriamente Unidas Podemos, su socio de gobierno desde enero de 2020.

Los dos presidentes del PP actuaron de forma diferente, uno elevó el poder adquisitivo medio anual del SMI (Rajoy en un 1,1%) y el otro lo redujo (Aznar en un 0,6%). En el primer dato, es muy relevante la subida nominal del 8% en 2017. No fue una decisión propia, sino una concesión al PNV, a cambio de su apoyo a los presupuestos del ejercicio.

El segundo probablemente lo hizo por ideología y por atenuar la inflación. En su etapa como principal mandatario, caracterizada por un elevado aumento del PIB, el SMI siempre creció por debajo del salario medio pactado en los convenios. Indudablemente, una muestra de escasa preocupación por los trabajadores más precarios.

Una elevada tasa de paro reduce el importe de la subida del SMI, tanto si el partido gobernante es de derechas como si es de izquierdas. No obstante, lo suele hacer más en el primer caso. Un incremento atenuado pretende favorecer la creación de empleo a través de la contención del coste laboral y evitar un perjudicial efecto arrastre.

Un menor salario contribuye a la generación de ocupación, especialmente entre la mano de obra escasamente cualificada. Unos trabajadores que, en mayor medida que los otros, hacen frente a tres distintas amenazas: el aumento de la mecanización de la producción, el desplazamiento de la compañía al extranjero y la inviabilidad de la empresa ante un sustancial aumento del coste del personal, dada su incapacidad para trasladarlo en una sustancial parte al precio de sus bienes.

El efecto arrastre puede ser positivo o negativo. Es lo primero si ayuda a moderar los salarios acordados en los convenios y lo segundo si genera en estos un aumento suplementario. Ambos son provocados por la subida anual del SMI y de las remuneraciones de los funcionarios. La primera afecta principalmente a los trabajadores menos cualificados, la segunda a la mayor parte de los restantes.

En numerosas ocasiones, un aumento de la calidad de la ocupación va en detrimento del número de puestos de trabajo creados. Si para un Gobierno la prioridad es la segunda variable y la primera tiene una escasa importancia, sus actuaciones irán dirigidas a impedir un significativo aumento de los salarios, especialmente de los empleados menos especializados.

Con dicha finalidad, facilitará a las empresas descolgarse del convenio del sector, fomentará la contratación por días o semanas, mirará hacia otro lado ante la proliferación de falsos autónomos y determinará una muy reducida o nula subida del SMI. Es lo que hizo Rajoy durante sus dos mandatos. Entre 2012 y 2016, dicho salario solo subió un 2,1%.

Una elevada inflación puede venir del lado de la demanda (aumento del gasto de las familias) o de la oferta (incremento de los costes empresariales). En cualquiera de los dos casos, el principal problema no es su generación, sino su persistencia. Para evitarla, durante un corto período, los salarios deben perder poder adquisitivo y las empresas disminuir su margen unitario de beneficios. Una actuación que el Gobierno debe señalizar mediante la fijación de un escaso incremento del SMI y del salario de los funcionarios (el efecto imagen).

De forma continuada, un IPC superior al de los principales socios comerciales supone una pérdida de competitividad para el país, una menor creación de empleo y un inferior nivel de crecimiento económico. Si aquel proviene de una excesiva demanda, el Ejecutivo debe activar el efecto imagen. En otras palabras, dar ejemplo y programar una escasa subida salarial en los grupos de trabajadores donde tiene una influencia directa sobre su nivel retributivo (los menos cualificados y los empleados públicos).

En definitiva, el aumento anual del SMI está muy influido por la coyuntura política, económica y el color del partido gobernante. Para evitar los efectos electoral e imagen, generadores respectivamente de una elevada y escasa o nula subida, sugiero el establecimiento de una regla, una vez en términos netos el SMI sea equivalente al 60% del salario medio.

De las dos siguientes fórmulas, cada año la nueva norma adoptaría la más favorable para el perceptor del SMI: la tasa de inflación del período anterior más 0,25 puntos o el promedio de los salarios fijados en dicho ejercicio más el indicado plus. Una regla que solo se desactivaría si la Comisión Europea previera una caída del PIB del próximo año durante dos trimestres consecutivos. Por tanto, su entrada en recesión.

Una norma que jamás llegará a aplicarse. Los políticos siempre buscan aumentar su poder de decisión y jamás pretenden cedérselo a nadie, ya sea otra persona, institución o a una regla económica.