De regreso del servicio de Urgencias del hospital donde ha pasado otra noche de Walpurgis entre el concierto de toses de los enfermos, Elsa, auxiliar de enfermería, se ducha, desayuna, y antes de acostarse me telefonea para “darme el parte”. Muchas de las cosas que me cuenta ya las conoce el lector. En cambio otros fenómenos que observa quizá no los conozca el lector. Además de la imposibilidad, por clamorosa falta de espacio físico donde tanta gente se aglomera, de imponer los mínimos protocolos de seguridad; además de la abnegación de sus compañeros, a los que cada tarde homenajea la gente con sus aplausos en los balcones; y además del espectáculo alucinatorio de ver a alguna de sus compañeras yendo y viniendo sin mascarilla como si tal cosa, lo que a Elsa más le impresiona es la actitud de los ancianos (ella los llama “gente mayor”) en conversación telefónica con sus seres queridos que no pueden acompañarles en ese trance.
Enfermos ancianos, a lo peor con neumonía, sabiendo perfectamente que están en un grupo de riesgo, en muchas de las conversaciones que Elsa les escucha al pasar impostan una gran serenidad o una especie de resignación casi optimista, haciendo el esfuerzo de aparentar que no están asustados, aunque como es de imaginar la procesión va por dentro.
Es una forma discreta de coraje. Quizá, dice Elsa, “esa gente mayor está hecha de una aleación diferente, especial, más dura”. En ese campo de peligro que es el servicio de urgencias les oye decir: ”No, hija, si yo estoy bien, no te preocupes”, “Aquí todos son muy amables”, etc.
Aunque ciertamente en inglés suena bien, yo creo que uno de los más tontos de la historia de la literatura universal es el célebre poema del galés Dylan Thomas que dice “Do Not Go Gentle Into That Good Night” (o sea, No entres dócilmente en esa noche quieta) y cuyo estribillo reza: “Rage, rage, against the dying of the light” (Rabia, rabia, contra la muerte de la luz). Una majadería poética, consejos no solicitados como los del aficionado a los toros atorrante que desde la barrera le dice al diestro cómo debe encarar al Mihura, si da pocos o demasiados capotazos.
Opuesto diametralmente a ese valor callado de los viejos de Urgencias, viejos admirables, viejos conmovedores, alzan sus gritos los indignados de pegolete de todos los colores, en la prensa, en las redes sociales, en la radio, en la tele, en las conversaciones telefónicas. Unos hacen chistecitos abyectos sobre Madrid y el cielo, pero no los hacen por imbécil maldad sino, al contrario, como “muestras de humor negro, fruto de la indignación” (¡o sea, son repugnantes por motivos nobles!) y… bueno, sí, para armar un peazo polémica y conseguir más likes.
Otros prodigan insultos y bajezas, tuiteando o exponiendo en sus artículos un rencor de fanático pasado de revoluciones fracasadas. Gritan cada vez más alto, aúllan porque nadie les escucha, ocupados como estamos los demás en cosas más graves y urgentes. A diferencia de esos viejos decorosos de Urgencias que a Elsa le admiran tanto, forjados con una vieja aleación cuyo secreto se ha perdido en la noche de los tiempos, que se enfrentan a la cosa en sí con toda la impavidez que pueden, estos otro sí son gente contemporánea, muy contemporánea, y hasta diría que digna de nuestro tiempo infeccioso.
También la representación teatral parlamentaria, con sus apoyos matizados, sus abstenciones y dengues, sus críticas, denuncias y amenazas, provocan, yo creo, en el respetable, una hastiada incredulidad total. Pocos ahí parecen estar a la altura del virus, no digamos ya a la altura de los viejos de Urgencias.
“Pompas de la palabra: Parlamentos, / pompas del mármol, vanos monumentos…” Que un líder político al alza se ponga a especular sobre el monumento que habrá que erigir a las víctimas de la plaga cuando ésta haya pasado no es la majadería más ofensiva de las que se prodigan estos días, pero como síntoma no está mal.