Si comparamos haciendo abstracción de los a prioris ideológicos el expediente y la figura de Manuel Valls con la de los otros candidatos a la alcaldía de Barcelona, que de momento son Colau y Maragall, está claro, no hay color: es la sensatez frente a dos frikis. Lo cual no quiere decir ni mucho menos que vaya a ganar. Pues lo propio de España es la contumacia en el error.
Lamento mucho, en el caso de Colau, a quien he defendido en público y en privado, que por su propia levedad haya defraudado las esperanzas que algunos barceloneses depositaron en ella porque su acceso a la alcaldía le cerraba el paso a Trías, el candidato del partido del 3 por ciento y del rancio nacionalismo catalanista. En efecto, los barceloneses sentían que no podían permitirse el capricho tonto de dejar la ciudad en manos de esa gente. Fue un alivio el relevo de Trías por Colau y el subsiguiente descabezamiento de los relevos convergentes naturales (Forn y Vives). Pero durante todo este tiempo los calculados bandazos de la alcaldesa en el terreno de lo simbólico han revelado con demasiada claridad su naturaleza de líder aventurero, frívolo y de una insoportable liviandad oportunista, y en cuanto a la gestión práctica también se ha hecho evidente --en parte por la inquina que parece tenerle tanto la prensa de derechas convencional como la separatista, que no le pasan una-- su incompetencia y la de su equipo.
En cuanto a Ernest Maragall, candidato elegido a dedo por el jefe de su partido, no dan ganas de votarle sino de aparcarlo en algún asilo. No porque sea o parezca viejo en términos cronológicos, sino porque representa y encarna todo eso tan viejo y tan rancio que nos ha traído hasta esta decadencia: ese señoritismo maleducado de cascarrabias provecto, vástago infatuado de las “cien familias que mandan en Cataluña” que se cree que porque su hermano fue alguien él también lo es.
Que semejantes saldos, y sus cuatrocientos portavoces, acusen a Valls de “fracasado” tiene guasa. Que le acusen de ignorar los problemas de Barcelona, problemas que con tanta diligencia ellos han creado, también es curioso. Frente a ellos y otros frikies que quizá comparezcan en las próximas semanas, Valls da en campaña una impresión de persona física y mentalmente higiénica, con ideas amplias y claramente perfiladas, que comprende la complejidad de la articulación de lo local con lo europeo, y que atesora una experiencia de gestión enorme.
Y, sobre todo, una impresión de seriedad, o sea: que no compadrea en ese coleguismo tan característico de la vida política y periodística española, donde todos son amigos y aunque se digan mil barbaridades no pasa nada, nadie lo toma en cuenta, las palabras se las lleva el viento. No, a Valls el pensamiento racional le compromete, y aunque hable tanto y con tanta gente no va por ahí repartiendo palmadas ni sonrisitas al primer chistoso que le salga al paso. Esto ya es un cambio sensacional.
Pero tiene un hándicap, una limitación: la naturaleza intempestiva de su irrupción en la arena política nacional se multiplica por el momento en que vivimos. En otro momento menos convulso quizá esa misma extrañeza sería un factor que contaría a su favor; pero ahora, y después de varios años sometidos a excentricidades y sacudidas imprevistas, a muchos ciudadanos que están hartos de los vaivenes y rarezas de la política catalana la irrupción de Valls les suena a otra extravagancia más, la enésima: un francés rebotado, “lo que faltaba para el duro”, y no la solución sensata a las frikadas habituales .
Tendrá que combatir contra esa percepción. No le bastará para ganar con el miedo y la inferioridad de sus adversarios.