Al pequeño Nicolás ahora --¡ahora!-- la vida le pasa al cobro sus infatuaciones, suplantaciones y fantasías.
En un tiempo, después de ser desenmascarado, fue juguete de los medios, ratoncito entre las patas del gato de la curiosidad tornadiza del populacho. Y fue personaje televisivo y emitía sus opiniones como un oráculo sobre la marcha del país, si hay corrupción o no, o si las energías renovables son imprescindibles, y si Isabel Pantoja era virgen o golfa, y esto en prime time…
Su figura, su impostación, tiene que ver con la ilusión de los atajos. ¿Para qué estudiar, por ejemplo, la carrera diplomática, cuando uno sabe, o sospecha, que las oposiciones están trucadas, y que nombran embajador al enchufado, y no al que vale, y menos aún al que no vale nada, como uno mismo?
El pequeño Nicolás recuerda al impostor del siglo XVIII, que iba en carroza de corte en corte, seduciendo con su labia, con un título falso, con secretos de alquimia, o con trucos de baraja, como los protagonistas de Barry Lindon o de Lo que sé de los vampiros, la obra maestra de Francisco Casavella, con la que ganó el premio Nadal.
Pero en aquel entonces, en los tiempos de Casanova, antes de la Revolución francesa, con esa obsesión registradora tan desagradable, el caballero impostor podía, a lo mejor, con audacia y simpatía, escapar de los Hierros venecianos y presentarse con empolvada peluca en cualquier baile aristocrático diciendo que era el duque de Transistria.
Pero luego las cosas cambiaron mucho. Hoy la información circula a toda velocidad, llega antes que el Mercedes alquilado del pequeño Nicolás, es más rápida de lo que tarda una mentira de salir de mis labios y alcanzar tu oído. Y te arrancan la máscara de impostor antes de que hayas podido echar mano a la espada.
Véase, por ejemplo, el caso del bárbaro del metro de Madrid, Juan Camilo Condoño, que la semana pasada respondió salvajemente a la civilización, a la misma idea de sociedad, encarnada en un enfermero que le reclamaba que se pusiera mascarilla… Respondió con un golpe de puño americano. Y a renglón seguido, mientras el pobre enfermero se desplomaba como un peso muerto (y los corderos, o ciudadanos, se apartaban), le gritaba:
--¡Para que aprendas, gilipollas. Ojalá te mueras!
¿No es para matarlo? ¡Coño, Condoño, hay que estrangularte!
Claro que solo tiene diecinueve años, pero este Fabrizio del Dongo suburbial, este aventurero de extrarradio, ansioso de una vida intensa en estos tiempos de orden burgués y control totalitario, ¿no podía saber, como lo sabe hasta el niño español más tonto, que en el teléfono móvil de cada ciudadano hay una cámara y que su rostro sería registrado en el mismo momento de cometer su machada? ¿Estamos tontos, Juan Camilo?
El chico, además de feroz, no es una lumbrera. Ha tardado pocos días en ser identificado, localizado y detenido. Ahora todo el país lo detesta y desea y espera que pase unos cuantos años en la cárcel. Y como es natural nadie piensa en el entorno del que procede. El contexto donde se formó. Esa evidente falta de ternura. De decencia. En un país que exporta cocaína y sicarios por docenas para asesinar a presidentes haitianos. Un país donde el ejército no ayuda, como aquí, abnegadamente, a sofocar incendios, sino que se dedica a matar a los campesinos para cobrar la recompensa que ofrece el Estado por matar terroristas. O sea, lo que se suele llamar una mierda de país. Dicho sea con todo el respeto para los colombianos honestos.
El pequeño Nicolás, como no es violento, sino un tonto como Juan Camilo pero de guante blanco, y como sus delitos son incruentos e incluso algo fantasiosos, líricos, y como ha entretenido a la parroquia con sus gansadas, ha tardado mucho en ser condenado.
La pena que le pide el ministerio fiscal es parecida a la que pide para Juan Camilo. Ya veremos (o no) quién de los dos sale antes de la cárcel. Dentro de unos años sabremos (o no) cómo se han enderezado y corregido y convertido en hombres de provecho Juan Camilo y Nicolás.
O acaso la cárcel agrave la ferocidad brutal del uno, y la inclinación narcisista del otro a la impostura: o sea, a esa idea, tan equivocada, de que la vida es dúctil y maleable, y no esa trama rigurosa, dura, como las rejas de acero de la cárcel.