Saludamos con un fuerte aplauso la imposición de la mascarilla para todo el mundo en cualquier lugar público, so multa de cien euros. Esperamos que la imposición decretada por la autoridad regional incluya a los “runners”, esos ególatras transportistas del virus que pudiendo quedarse en casa haciendo a lo mejor una tabla de gimnasia salen, muy satisfechos y orgullosos de exhibir sus camisetas, sus miembros sudorosos y su propio esfuerzo, a trotar por las aceras, resoplando por la dilatada nariz y los belfos, difundiendo una infinidad de partículas venenosas, diseminando la pandemia.

La mascarilla ha venido a esta sociedad tan polarizada y algo esquizoide como una iniciativa igualitaria. Es democrática. En efecto, aunque sea por imperativo legal todos la llevan, pobres y ricos, mujeres y hombres. Niños también. Es feminista, pues con su borrado del rostro acaba con la presentación de la mujer como objeto de atracción erótica.

El ahorro de dinero es sensacional. No hace falta ya ir al dentista, que es la partida más cara en la economía de la salud personal y familiar, pues a nadie le importa ya si hay un hueco o dos en la dentadura: nadie lo ve. Esto se agradece en época de penuria económica. La halitosis, que según las últimas estadísticas afecta al 97,8 % de los catalanes, deja de ser un fastidio. En cuanto a la estética, ya no es imprescindible que los varones se afeiten cada día. Por motivos obvios. Para las mujeres se acabó la imposición del maquillaje y el muy fastidioso depilado del labio superior. Todas esas rutinas son ya anacronismos, superadas gracias a la mascarilla.

La mascarilla disimula esa sonrisita fatua, esa sonrisa de cuñado perdonavidas que tan a menudo se te pone cuando alguien te expone su opinión, esa sonrisita que viene a decir “hay que ver qué poco sabes de la vida real, pardillo”. La mascarilla oculta la automática mueca de asco que se le pone a cualquiera al encontrarse inesperadamente con algún amigo íntimo, o con la sorpresa de su propio reflejo en un escaparate.

Uno se vuelve enigmático como cualquier estatua. Con mascarilla puedes mirar a cualquier chica (o chico) y aunque te relamas y babees como un caracol no se va a dar ni cuenta. Al revés, a lo mejor piensa que tienes una mirada interesante. Si eres pederasta puedes devorar con la mirada a los niños más tiernos, agitando lascivamente la lengua en la cavidad bucal mientras piensas en otras cavidades. ¡Ningún problema, eres inescrutable! Y si además llevas gafas de sol, ¡qué impune orgía mental en la plaza pública!

Todo son ventajas con la mascarilla. Casi se cumple la interesante especulación existencial de Warhol según la expone la canción Faces and names de Lou Reed: “Si rostros y nombres pudieran ser todos iguales, yo no estaría celoso de ti, ni tú de mi.” (If we all looked the same / and we all had the same name / I wouldn't be jealous of you or you jealous of me”.)

En efecto, si además de llevar la mascarilla igualitaria todos nos llamásemos José Martínez, cuántos problemas nos ahorraríamos. Aunque tendríamos que afrontar otros, desde luego… ¿Mascarilla? Claro. Es una demostración de cortesía, de respeto al otro, esperando que sea recíproca.

Finalmente, ese lienzo blanco donde antes estaba la cara es un magnífico soporte para la publicidad ambulante. Somos siete millones de anuncios potenciales.  A qué esperan la casa Cocacola o la Pepsi.