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'Heimkehr des Ritters von der Traurigen Gestalt', una obra de Nuria Quevedo

'Heimkehr des Ritters von der Traurigen Gestalt', una obra de Nuria Quevedo

Pensamiento

‘Ostalgie’

“Sentirse de aquí y de allí, y sentirse de ninguna parte: los orígenes y la patria son meros frutos del azar”

Publicada

Hace poco más de 20 años, cuando me mudé a Berlín para vivir con mi novio de entonces y jugar a ser periodista como él, conocí a una mujer con una historia fascinante. Se llamaba Nuria Quevedo, era pintora, hija de exiliados españoles que llegaron a Alemania huyendo de la Guerra Civil.

Quevedo tenía un estudio alejado del centro, más allá de Friedrichshain, en pleno Berlín este, y allí, rodeada de sus telas oscuras e inquietantes, con sus enormes ojos azules brillando como dos lagos cristalinos, me contó su historia, que yo convertí luego en uno de mis primeros reportajes.

A pesar de nuestra diferencia de edad, Quevedo y yo nos hicimos amigas. A ella le gustaba practicar el catalán conmigo y comentar sus aventuras culinarias –como el día que se atrevió a cocinar una paella en la barbacoa de su jardín y los langostinos le salieron duros como piedras (los había dejado en la sartén desde el minuto uno)– o comer salchichas y pan negro mientras veíamos caer la lluvia por la ventana.

Criada en el Mediterráneo, a Quevedo le costó apreciar el cielo gris de Berlín, los paisajes bálticos bañados por la luz del norte, pero acabaron siendo su sello identitario, al igual que los personajes tristes y solitarios que protagonizan sus telas.

Con el tiempo, Quevedo se convirtió en un referente artístico de la RDA –en 1974 fue la primera galardonada con el Premio Max Lingner por “la fuerza de convicción política de su obra y su carácter internacionalista, dada su nacionalidad”–, pero tras la caída del muro su obra empezaba a caer en el olvido.

En España, su país de origen, aún peor: ni siquiera sabían de su existencia. Así que la animé a montar una exposición en el Museu d’Història de Sant Feliu de Guíxols, el municipio donde pasaba los veranos desde hacía un par de décadas y donde había reconectado con sus raíces.

La exposición, impulsada por Silvia Alemany, directora del museo y amiga de Quevedo, se llevó a cabo en julio de 2006 y fue todo un éxito. Por primera vez se exponían en Cataluña sus lienzos monumentales, reflejo de la nostalgia y el desarraigo que marcaron su vida desde que llegó a Berlín oriental, en 1952.

Sus figuras desproporcionadas, de narices y ojos grandes y cuerpos pequeños, parecen títeres perdidos en el teatro de ilusiones y desengaños que fue la RDA. “Creo que cuando uno pinta tiene que dar rienda suelta a lo desconocido, a la intuición, pero también al intelecto, a la reflexión”, me dijo. ¿Y cuál era su reflexión? Que el dolor del exilio y el desarraigo pueden culminar en un cosmopolitismo ejemplar: Quevedo se sentía extranjera. “Sentirse de aquí y de allí, y sentirse de ninguna parte: los orígenes y la patria son meros frutos del azar”, me confesó entonces.

Quevedo murió el sábado pasado en Berlín, a los 87 años. Me hubiera gustado volver a verla y revivir juntas esa época de ilusión que ya no volverá. Me hubiera gustado contarle que he tenido un hijo sola, que he publicado alguna novela, que sigo guardando en el desván el cuadro que me regaló, por si un día tengo una casa suficientemente grande para colgarlo.

Me hubiera gustado volver a visitarla en su estudio de Berlín y después regresar en el U-bahn a mi antiguo apartamento de Mitte pensando en mis cosas. Nächsten Bahnhof: Oranienburger Tor. “Nuria, he arribat bé a casa, gràcies per les salsitxes!”.