Luis García Montero y Santiago Muñoz Machado separados por el alcalde de Arequipa, Víctor Hugo Rivera, durante la presentación del último Congreso de la Lengua.
La 'descolonización' de la Academia de la Lengua
"Los ataques del director del Instituto Cervantes contra Santiago Muñoz Machado denotan que Moncloa, a pesar de su debilidad política, prosigue su particular guerra cultural"
En el eterno debate sobre las relaciones, no siempre pacíficas, entre la cultura y la política, actividades cuyos vínculos oscilan entre la contradicción frontal y la convergencia tormentosa, sin descartar la síntesis, esa flor tan extraña, con frecuencia se reproduce la secular incógnita del cuento: ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Desde el punto de vista científico no cabe duda: el embrión siempre precede a su consecuencia, aunque –desde Aristóteles– todos sepamos que una cosa es poner un huevo y otra, muy distinta y sin duda azarosa, ver nacer al ave cuya abstracción no es real hasta que el ciclo de la vida se manifiesta. Gallinas, haberlas, haylas, pero no todas son iguales, del mismo modo que existen huevos de distintos tamaños y cualidades (organolépticas, cabría añadir).
Los groseros ataques del director del Instituto Cervantes en las vísperas del Congreso de Arequipa (Perú) contra Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia de la Lengua y primus inter pares de la asociación hispanoamericana que agrupa a todas las doctas corporaciones hermanas, responden a esta misma paradoja. García Montero, poeta sentimental, ha destruido el espacio de respeto institucional entre el brazo gubernamental creado para enseñar y difudir en el mundo la lengua castellana y la RAE, custodia del diccionario y asamblea de la legislación del español. No sólo eso: Montero (García) ha puesto de manifiesto, con sus injustificadas acusaciones, el alto grado de sectarismo y el ridículo corporativismo que suele acompañar a los comisarios políticos del mundo de la cultura que, igual que en el periodismo, creen detentar el monopolio de lo que pertenece a todos. En un caso, las palabras; en el otro, la opinión pública.
La Academia, por supuesto, hace política desde su fundación (1713), aunque en un sentido muy diferente a la militancia partisana. Es conocido el quinario al que sus miembros someten a los candidatos a un sillón con letra –que todos desmienten porque unos tuvieron que hacer el viacrucis para aspirar a la púrpura y otros porque, tras haberlo hecho, no obtuvieron dicho privilegio– y que, como cualquier asociación entre particulares, tiende, igual que la iglesia, a nombrar a muchos santos (que no lo son) y a discutir caprichosas excomuniones.
Nihil novum sub sole. Así ha sido y será siempre: donde dos personas se encuentran ya existe una pulsión política. Siendo éste un hecho tan natural como inevitable, conviene valorar sus consecuencias: la labor científica e intelectual de la RAE –al margen del negocio editorial derivado de la administración de su padrinazgo, que no es precisamente al que se refería García Montero– es encomiable. La RAE tendrá sus opiniones –que son las de sus académicos– pero, en general, procura ser neutral en cualquier política que no sea la lingüística.
Uno no termina de entender por qué el director del Cervantes exige poseer su misma titulación –“es que yo soy filólogo, oiga”– para dirigir la Academia. ¿Acaso fue el factor que se tuvo en cuenta cuando se destituyó a Juan Manuel Bonet al frente del Cervantes para colocarlo a él? Por decirlo a la manera de Dalí: García Montero es catedrático de Literatura Española –“el crimen fue en Granada, en su Granada”, escribió Machado (Antonio) sobre el fusilamiento de Lorca– y Muñoz Machado, también (de Derecho Administrativo). García Montero goza de la devoción del Gobierno; Muñoz Machado, tampoco. No importa demasiado porque es el pleno soberano de la Academia quien designa a su director.
Siendo ambos iguales desde el punto de vista académico, no parece ningún disparate que una institución como la RAE, encargada de dictaminar las normas lingüísticas –en literatura no existe equivalente porque la creación carece de reglas–, sea conducida por un experto en legislación cuyos contactos profesionales con las grandes empresas, al margen de su actividad como jurista de prestigio, que es mayor que la del director del Cervantes como gestor cultural y poeta, han contribuido a garantizar una vía de financiación privada para la Academia, que es una institución civil, no partidaria y que predica con los hechos.
García Montero se arroga una misión –el control político del idioma– que ni tiene su Instituto ni disfruta su persona. En el Cervantes todos los gobiernos han hecho política partidaria (valga la redundancia), como demuestra que determinados directores de sus embajadas –envidiables canonjías– no hayan tenido en su vida experiencia como docentes de español, ni siquiera el modesto título universitario de filólogo; acreditación que desprecian tanto las cuadras del PSOE como del PP, donde creen que la literatura es escribirles discursos con la vieja fórmula del ‘fin de la cita’).
La lengua, por supuesto, no se circunscribe a la literatura –que es su expresión artística–, sino que abarca otros ámbitos de la cultura y de la vida, desde el derecho a la ciencia, pasando por la economía y el oficio de los negocios, tan aficionado a los innecesarios préstamos del inglés. ¿Acaso no tiene más trabajo el director del Instituto Cervantes en Cataluña, donde el español es hostigado por el supremacismo del independentismo, que en América?
Diríamos que sí, aunque ya se sabe: García Montero, alma lírica y viudo profesional, sobre el que bufan sin parar muchos de sus antiguos cardenales tras ser despedidos por un voluble capricho del corazón, nunca antes, guarda la obediencia debida a quien le puso: el Gobierno, que teme que la RAE, sin ser una institución perfecta, quiera ser independiente y tener su propio criterio.
Los ataques de García Montero, que es un politruk de libro, carecen de causas objetivas. Desde luego, no lo son ni la antipatía personal ni la falta (suponemos que mutua) de cordialidad, exigibles a quienes representan a instituciones públicas. El director del Instituto Cervantes ha intensificado las hostilidades no tanto por sentir envidia –el prestigio de ambas organizaciones no es equivalente– sino por una exigencia (marcial, por supuesto) de mostrar una fidelidad perruna al prócer al que debe el puesto.
La lengua –dijo Nebrija– “siempre fue compañera del imperio”, pero antes fue –y es– el territorio supremo de la libertad. Éste es el patrimonio moral, y sin duda político (en el buen sentido del término) que Muñoz Machado, o quien le suceda cuando corresponda, debe garantizar al frente de la RAE. Como dijo John Locke, “el fin de la ley no es abolir o restringir nada, sino preservar y ampliar la libertad”. Donde no hay ley, no existe libertad.
A la Academia le compete describir y registrar cómo hablamos y escribimos quienes usamos el español para expresarnos. No debe aceptar injerencias del poder político y a todos nos conviene que sea beligerante con la colonización partidaria de las instituciones culturales. García Montero, si quiere –y sin duda lo desea tanto o más que ser algún día ministro de Cultura–, puede seguir escribiendo como dictamine este Gobierno que ignora y tolera el hostigamiento al español en Cataluña y denomina “cambiar de opinión” a lo que, lisa y llanamente, es mentir.