Como economista al que le gusta mantenerse actualizado de las transformaciones económicas que moldean nuestro día a día, siempre me ha fascinado cómo algo tan aparentemente mundano como una factura puede convertirse en el eje de un cambio profundo. Para bien y para mal.
En Portugal, donde la facturación electrónica ya es una realidad consolidada, hemos visto cómo esta herramienta digital no solo agiliza procesos, sino que también cierra grietas por donde se escapa el dinero público. Y ahora, con España a las puertas de hacerla obligatoria en 2026, me pregunto si estamos ante una oportunidad para una economía más transparente o ante un tropiezo burocrático que podría complicar la vida a muchos. En mi opinión, esta transición es imprescindible para combatir el fraude y modernizar el tejido empresarial.
Portugal nos ofrece un espejo en el que mirarnos, uno que refleja tanto éxitos como lecciones duras. Hace más de una década que empezaron a implementar este sistema de manera gradual, comenzando por las relaciones con el sector público y extendiéndose al privado con incentivos que hacen que sea casi inevitable.
El resultado parece alentador. Ellos dicen que han reducido las pérdidas por evasión de impuestos en un porcentaje notable, alrededor del 10 al 15 por ciento, lo que se traduce en millones recuperados para invertir en servicios públicos. Esto hay que verlo con pinzas. La cifra de mayor recaudación puede ser solo efecto de la inflación estructural. La teoría que hay detrás es muy buena.
El papel lo aguanta todo. El sistema se ve como que se evita el papeleo de antes, y ahora, con un simple envío digital verificado al instante, se cobra más rápido y uno se centra en lo que realmente importa, como innovar en su negocio. Durante la pandemia, esta digitalización fue un salvavidas, permitiendo que las empresas mantuvieran el flujo sin interrupciones físicas.
Sin embargo, no todo ha sido un paseo triunfal. En mi opinión, uno de los puntos débiles ha sido el impacto en las pequeñas empresas, que han tenido que invertir en software y formación, con costos que oscilan entre cientos y miles de euros al principio. Algunos se han quejado de que el sistema es demasiado rígido, con sanciones que asustan y una curva de aprendizaje que deja atrás a los menos familiarizados con la tecnología.
Portugal ha tenido que prorrogar plazos varias veces para ofrecerles a las pymes un respiro, lo que demuestra que imponer cambios sin apoyo puede generar resistencia y desigualdades. Además, siempre acecha el fantasma de la ciberseguridad. Un hackeo podría exponer datos sensibles. Aunque han reforzado las defensas con encriptación. Para mí, esto subraya que la digitalización debe ir de la mano de educación y subsidios, no como un mandato frío desde arriba.
Ahora, volviendo la mirada a España, donde en 2026 esta obligación se extenderá a todas las transacciones entre empresas y autónomos, creo que tenemos una oportunidad de oro para aprender de los vecinos. El plan es escalonado, empezando por las grandes compañías a finales de 2025 y llegando a pymes y autónomos en julio del año siguiente, lo que parece sensato.
Se espera recuperar miles de millones en impuestos evadidos, en un país donde la brecha fiscal es un agujero negro que se traga recursos vitales. Si hacemos caso a la teoría, como he dicho antes, imagino a un autónomo en una región dinámica como Cataluña, con su ecosistema de startups y comercios tradicionales, pasando de facturas en papel a apps que automatizan todo. Esto no solo aceleraría cobros, sino que podría impulsar la competitividad, especialmente en áreas como el turismo o la innovación tecnológica catalana, donde la agilidad es clave.
Pero, en mi opinión, no podemos ignorar los riesgos. Para muchos autónomos –tres millones en total–, el cambio supondrá un desembolso inicial en herramientas digitales, desde unos pocos euros al mes hasta cifras más altas si no hay ayudas suficientes. Hay temor a multas elevadas por no adaptarse, y en regiones con tejido empresarial fragmentado, como el rural de partes de Cataluña, por ejemplo, podría haber desigualdades si no se ofrece formación accesible.
Otro punto negativo que me preocupa es la vulnerabilidad cibernética. Un sistema centralizado es un blanco jugoso para ataques, y aunque se planean medidas de protección, un fallo podría generar caos. Comparado con Portugal, España tiene un desafío mayor por su diversidad empresarial, pero también más recursos para mitigarlo, como subsidios para digitalización que podrían extenderse a talleres prácticos.
Desde una perspectiva más amplia, creo que esta facturación electrónica es un paso hacia una economía más justa y eficiente, alineada con las tendencias europeas que priorizan la transparencia.
Portugal nos enseña que la gradualidad y el apoyo son clave. Sus retrasos para pequeñas empresas evitaron un desastre, y sus códigos de verificación han cortado fraudes de manera efectiva. España debería copiar eso, invirtiendo en educación digital para que nadie se quede atrás, especialmente en comunidades autónomas como Cataluña, donde la innovación local podría ser un motor si se integra bien. Si no, corremos el riesgo de que el cambio genere más burocracia que beneficios, ampliando brechas en lugar de cerrarlas.
Al final, creo que esta transición no es solo fiscal, sino un espejo de cómo afrontamos el futuro digital. Si se hace con empatía, podría ser un catalizador para una España más competitiva, aprendiendo de Portugal que el éxito viene de equilibrar rigor con humanidad. De lo contrario, podría convertirse en una carga para los más vulnerables durante bastante tiempo. Estamos en un momento pivotal donde hay que aprovechar las lecciones para que la digitalización sirva al bien común, no solo a las arcas del Estado.