Acabo de regresar de unas fantásticas (y fresquitas) vacaciones en el sur de Suecia, país por el que he sentido siempre curiosidad desde que, siendo aún una niña, leí Vacaciones en Saltkrakan, de la autora sueca Astrid Lindgren. El libro, publicado en español por la editorial Juventud (1983), narra la historia de un escritor viudo que decide llevarse a sus cuatro hijos a pasar las vacaciones de verano a Saltkrakan, una de las muchas islas que forman el archipiélago de Estocolmo.

Allí pasarán un verano increíble: irán en bici, ordeñarán vacas, adoptarán una foca, la hermana mayor tendrá su primer noviete, etc. El lugar les gusta tanto que, cuando se enteran de que un rico empresario de Estocolmo pretende comprar la vieja cabaña que han alquilado para derribarla y construirse una casa de veraneo moderna, harán lo posible para evitarlo. Y lo conseguirán.

No creo que haya otro paisaje literario que haya imaginado con tanta viveza como la isla de Saltkrakan, escribía la autora alemana Lena Gorelik. En mi imaginación, Hollviken, donde he estado estos días, se ha convertido en mi particular Saltkrakan, a pesar de que las viejas cabañas, como bien predijo Lindgren, han ido desapareciendo para dar lugar a un sinfín de casas de veraneo de madera prefabricadas.

No obstante, no hay construcción que desentone y la naturaleza está muy bien preservada. Me sentí feliz paseando por sus playas de fina arena blanca y aguas gélidas, yendo en bici entre bosques de pinos y estructuras de defensa abandonadas de la Segunda Guerra Mundial.

Una veraneante local, envuelta en un albornoz tras haberse dado un baño en el mar, me explicó que antes los niños solían jugar y saltar por aquellas estructuras, pero que los padres de ahora lo consideran peligroso.

Señalaba una hilera de triángulos de cemento clavados en la tierra que sirvieron en su día para protegerse de los ataques alemanes. “Me baño todos los meses del año, da igual si hace calor o frío”, me dijo con total naturalidad. Yo intenté meterme en el agua, pero no aguanté ni cinco minutos: era como si me clavaran agujas en la pantorrilla.

En Hollviken, además de mar y pinos silvestres, no había tráfico ni aglomeraciones. En los restaurantes y terrazas el servicio era jovencísimo, amable y atento, y podías comer a cualquier hora, sin la presión de tener que reservar mesa, aguantar música a todo volumen o escuchar los vozarrones de la mesa de al lado, como ocurriría en cualquier local del Maresme. ¿Por qué los españoles chillamos tanto? ¿Por qué nos lo montamos tan mal?

En una librería de Malmö, a veinte minutos en coche, encontramos un par de cuentos en inglés de Pippi Calzaslargas, el personaje más conocido de Astrid Lindgren, y cada noche mi hijo me pidió que se los leyera. Para un niño de cuatro años, Pippi me parece un referente mucho más sugerente que un superhéroe: una niña de nueve años, algo insolente, más fuerte que los policías y los ladrones, que vive sola porque su padre se perdió en alta mar y hace siempre lo que le da la gana. “¿Mamá, podemos dormir un día con los pies en la almohada y la cabeza entre las sábanas, como Pippi?”, me pregunta constantemente mi hijo.

Pippi, igual que los hermanos Melkersson de Vacaciones en Saltkrakan, representa un modelo de familia no convencional, “diferente”, que busca su particular forma de supervivencia en una sociedad que pretende que todos seamos iguales y no nos cuestionemos las normas. Empezando por la escuela.

Aquí hace mucho calor y el tráfico es horrible. Quiero volver a Suecia.