La decisión adoptada ayer por el Gobierno español de condicionar severamente la OPA hostil del BBVA sobre el Banco Sabadell, confirma lo que muchos anticipábamos: la operación, tal y como está planteada, no hubiera avanzado sin un coste inasumible para el interés general.
El Consejo de Ministros ha autorizado la fusión, pero con restricciones tan draconianas —mantener personalidades jurídicas separadas, gestión autónoma durante al menos tres años, prohibición de ajustes de empleo y blindaje de la red de oficinas— que desnaturalizan el proyecto del BBVA, que buscaba sinergias por 850 millones de euros.
Aunque comparto algunas críticas al intervencionismo político del Ejecutivo, no puedo sino ver en esta OPA un riesgo para la economía catalana y la competencia bancaria que justifica, en parte, la postura del Gobierno.
Desde que el BBVA lanzó su oferta el 9 de mayo de 2024, he expresado mi escepticismo. El Sabadell, con su arraigo en Cataluña y su papel clave en la financiación de pymes, no es solo una entidad más. Es un pilar del tejido económico regional. Su absorción por el BBVA, que ya es el segundo banco español, habría concentrado aún más un sector donde la competencia es vital para garantizar condiciones justas a empresas y ciudadanos.
La CNMC, que aprobó la operación el pasado 30 de abril con 14 compromisos, reconoció riesgos en mercados locales, especialmente en Cataluña, donde la cuota conjunta superaría el 50% en algunos segmentos. Aunque el BBVA aceptó mitigar estos efectos, los remedios propuestos —como mantener cajeros o no cerrar oficinas en zonas poco competitivas— no disipaban las dudas sobre el impacto en el crédito a pymes y la inclusión financiera.
Dicho esto, la intervención del Gobierno no está exenta de reproches. Las condiciones impuestas trascienden el marco de la Ley de Defensa de la Competencia y están diseñadas para complacer al empresariado catalán y a los socios del PSOE, como Junts, ERC y al propio PSC del president Salvador Illa, que han hecho de la defensa del Sabadell una bandera. La consulta pública lanzada en mayo, un procedimiento insólito, fue una maniobra para vestir de participación ciudadana lo que es, en esencia, un veto político.
Esta decisión, además, tensiona las relaciones con Bruselas, que ya advirtió que bloquear la OPA sin motivos sólidos podría vulnerar el derecho comunitario. La Unión Bancaria europea fomenta la consolidación para competir globalmente, y España, al imponer trabas, arriesga su credibilidad ante inversores internacionales.
El Sabadell ha demostrado que puede prosperar en solitario, y muy probablemente la OPA hubiera sido rechazada por la mayoría de los accionistas sin necesidad de ningún corsé gubernamental. Bajo el liderazgo de Josep Oliu, la entidad ha fortalecido su posición, con un plan estratégico que incluye la posible venta del británico TSB y un enfoque en la banca de proximidad.
Su resistencia a la OPA no es solo una cuestión de orgullo corporativo, sino una defensa legítima de un modelo que genera valor para sus accionistas y clientes. El BBVA, por su parte, se enfrenta ahora a un dilema: aceptar unas condiciones que diluyen las sinergias o retirar la oferta, que es lo más probable. El BBVA, particularmente su presidente, Carlos Torres, sufre tras este nuevo fiasco un considerable revés reputacional, aunque siempre podrá justificarlo por la arbitrariedad de la intervención política.
En el fondo, este caso revela las contradicciones de nuestro sistema. La OPA del BBVA, aunque respaldada por el BCE y la CNMC, subestima el impacto social y territorial de la concentración bancaria, especialmente en comunidades como Cataluña. Pero el Gobierno, al optar por un veto encubierto, ha priorizado el cálculo político sobre un debate técnico y transparente.
El resultado es una solución que no satisface a nadie: ni protege plenamente la competencia ni permite una consolidación ordenada del sector. Europa, que observa con atención, debería recordar a España que las decisiones económicas deben basarse en reglas claras, no en presiones políticas.