A veces me preguntan por qué decidí dedicarme a la comunicación. Siempre tengo muchas respuestas: por pasión, por vocación, por una curiosidad innata... Pero si soy honesta, hay una razón que pesa más que todas las demás: me llamo Miravitlles.
Luis Miravitlles fue mi abuelo. No llegué a conocerlo en profundidad, pero su huella ha estado siempre presente. En casa, en los libros, en las anécdotas familiares. Y, sobre todo, en esa intuición constante que me decía que comunicar no era solo hablar bien o tener carisma, sino hacer que los demás entiendan algo que antes parecía inaccesible.
Para muchos, fue el primer gran divulgador científico en España. Un hombre que, en plena posguerra, en un país sin apenas referentes mediáticos y con acceso limitado a la cultura, se atrevió a encender una chispa: la de la ciencia al alcance de todos.
Miravitlles hablaba de física nuclear en televisión como quien cuenta una buena historia en la sobremesa. No era un divulgador en el sentido moderno del término, sino un puente entre el conocimiento técnico y la ciudadanía curiosa. Conjugaba rigor, sentido del humor y pedagogía. Nada de condescendencia. Nada de espectáculo. Solo un deseo genuino de compartir lo que sabía.
Tenía el don de hacer fácil lo complejo. Y, sobre todo, entendía algo que hoy sigue siendo revolucionario: que la ciencia no pertenece solo a los científicos, sino a la sociedad entera.
En sus programas, artículos y libros no buscaba ser viral —ni siquiera existía ese concepto—, pero generaba algo que hoy echo profundamente de menos: autoridad sin arrogancia. Gente que no solo sepa, sino que sepa contar.
Inspiraba confianza, no porque simplificara, sino porque sabía explicar sin renunciar a la profundidad. En tiempos de tertulias ruidosas, desinformación propagándose a golpe de tuit, TikToks instantáneos y "expertos" exprés, su forma de divulgar se antoja casi un acto de resistencia. Porque divulgar no es "simplificar", es traducir sin traicionar. Y eso, créanme, no es fácil.
Como profesional de la comunicación, me enfrento cada día al dilema de cómo contar las cosas para que interesen, emocionen o generen conversación. Y muchas veces me pregunto: ¿qué haría mi abuelo hoy? ¿Cómo se movería en un ecosistema donde prima la inmediatez sobre la reflexión, donde el algoritmo favorece lo llamativo, no lo relevante?
Intuyo que se adaptaría, porque siempre fue un pionero. Pero también creo que lucharía por mantener la esencia: el respeto por el conocimiento, el cuidado en las formas, la honestidad intelectual. Probablemente, no tendría millones de seguidores, pero sí una audiencia fiel, exigente y agradecida. Porque hay algo que nunca pasa de moda: la capacidad de enseñar sin imponer, de informar sin gritar, de conectar sin manipular.
Me entristece pensar que su figura esté algo olvidada, como si su estilo pausado y reflexivo no tuviera cabida en un mundo que aplaude más el clickbait que el contexto. Y, sin embargo, estoy convencida de que necesitamos más Miravitlles que nunca. No solo para explicar ciencia, sino para recordar que la cultura —también la científica— es una herramienta de cohesión social.
No escribo estas líneas solo como nieta orgullosa (aunque lo soy), sino como profesional que reconoce una herencia valiosa: la de una comunicación que no infantiliza, que no busca el espectáculo fácil, sino el asombro auténtico.
Porque esto no es solo un ejercicio de memoria familiar, sino también un acto de reivindicación. Reivindicar a Luis Miravitlles es reivindicar una forma de comunicar que hoy resulta casi contracultural: con vocación de servicio, con respeto por el público, y con amor por el conocimiento.
Ojalá más personas lo recordaran. Ojalá más comunicadores siguieran su ejemplo. Y ojalá, como nieta y como profesional, yo esté a la altura de ese legado.