Desde que Samantha Hudson alertó en TVE de que los colores neutros que se ven por la calle, señalan el auge del fascismo, estoy en un sinvivir. Cierto es que primero tuve que enterarme de quién era la tal Hudson, de quien no había oído hablar en mi vida, tal vez una descendiente de Rock Hudson pensé primero, hasta que recordé que este galán de Hollywood no se caracterizaba precisamente por sus ganas de procrear.
En otros tiempos, el solo hecho de salir en TVE me habría hecho suponer que Samantha Hudson era alguien importante, pero en estos tiempos salir en la tele suele significar precisamente lo contrario. Será una experta en moda o una politóloga de prestigio mundial, deduje, ya que no todo el mundo es capaz de relacionar con tanta precisión una ideología política con los colores en el vestir.
Tras mucho trabajo de investigación, por fin averigüé quién es Samantha Hudson: nadie en absoluto. Era un tipo que se llamaba Iván y ahora es una tipa que se llama Samantha, un cambio que en los tiempos que corren parece conceder prestigio intelectual. Lo que natura no da, te lo da el cambio de género, que decían los clásicos.
Sin embargo, la vacuidad absoluta de la Hudson no significa que no pueda tener razón. Si hubo una vez un burro que tocó una flauta, aunque fuera por casualidad, bien puede otro acertar en sus apreciaciones cromaticopolíticas, así que salgo a la calle con todas las precauciones del mundo, por si el fascismo acecha.
Por fortuna, estamos en verano, época en la que parece que el fascismo está de capa caída, o por lo menos eso me parece a mí, viendo los alegres colores que luce la gente en su vestuario, señal inequívoca de que son todos demócratas y de izquierdas, como está mandado. En invierno, la cosa cambia, la gente viste con colores poco chillones y además pone mala cara, eso último yo lo atribuía al frío que reina en Barcelona en dicha época, pero ahora sé -gracias a Samantha- que es la cara de mala leche que ponen los fascistas.
Esos gabanes grises, esos abrigos marrones y esas bufandas azul oscuro que pueblan las calles en diciembre, no dejan lugar a dudas: esos viandantes son fascistas. Ahora entiendo por qué hoy la gente cambiaba de acera al cruzarse conmigo: sin darme cuenta, me he puesto el polo marrón que me regaló mi señora, en lugar de una camiseta de color lima/limón, y me tomaban por un tipo peligroso. Imagino que una intelectual de la magnitud de Samantha Hudson leyó en algún lugar -no en un libro, no parece muy dada a tales excentricidades- que los seguidores de Mussolini vestían camisas negras y, perspicaz que es ella, rápidamente lo relacionó todo.
-Ah, ¿conque los fascistas vestían camisa negra? Eso significa que todos lo que usen prenda del mismo color, también lo son.
No se le escapa nada, así de lista es la señorita. Lo que uno ignora, cuando la politóloga Samantha nos enseña a identificar al fascismo, es si se refiere solo a las prendas de vestir que están a la vista, o si la ropa interior de tono apagado indica también que su usuario es discípulo de Mussolini. Si es así, las bragas color carne o los calzoncillos blancos tipo meyba -con bragueta a un lado, sin cremallera, por supuesto- deben ser de lo más fascista que existe. Un método infalible para detectar a individuos hostiles a la democracia sería bajarles los pantalones o -en el caso de las señoras- levantarles la falda para comprobar el colorido de su ropa interior: colores vivos, demócratas; colores neutros, fascistas; sin ropa interior, anarquistas.
-¿A que Franco usaba calzoncillos blancos? ¿Ves? Eso significa que el que los lleva es fascista- dirá Samantha.
Contra argumentos de intelectualidad manifiesta como los que usa esta señorita, no se puede luchar.