El hastío y la rabia de los ciudadanos de las más bellas ciudades españolas al ver que son expulsados de ellas por, entre otros motivos, el turismo desaforado y la llegada masiva de los expats, al amparo de un sistema de mercado implacable, ha llegado a la prensa internacional, como explicaba este humilde columnista en la sección de “Habla el extranjero” de ayer.

El atractivo de España es la perdición de los españoles. Vienen aquí los polacos, huyendo de posibles invasiones rusas; vienen los británicos, en busca de un clima más benigno y atraídos por los precios, para ellos baratos; vienen los suramericanos ricos, para ocultar en nuestro parque inmobiliario sus turbios caudales y los suramericanos pobres, en busca de una oportunidad laboral; vienen los africanos, huyendo de la hambruna y de las guerras civiles y los regímenes totalitarios. Y ahora se espera también una masiva llegada de chinos.

¿Pero por qué todos quieren venir a España? Bien, en parte se debe a que otros países de economía más saneada les han cerrado las puertas. Y en parte se debe a que nuestro país, tan denostado por nosotros mismos, tiene atractivos formidables. Uno es, efectivamente, el clima cálido. Otro, la simpatía natural de sus gentes, que es asombrosa (salvo, quizá, en Cataluña y el País Vasco, donde se considera correcto ser desagradable y áspero). Pero lo más importante, el mayor atractivo de España, su efecto llamada, es el imperio de la ley y la eficacia de la policía. O de las policías (la Nacional, la Guardia Civil, la ertzaintza y los mossos).

El lector se habrá conmovido, con frecuencia, leyendo noticias que cuentan cómo ha sido atrapado por fin un asesino al que la policía ha estado buscando durante largo tiempo. Fulano, uxoricida que mató a su mujer hace diez años, y se había estado escondiendo bajo otro nombre, ha sido localizado en un oscuro rincón de nuestra geografía y puesto a disposición del juez.

Mengano, narcotraficante británico que se había instalado en Marbella a cuerpo de rey, ha sido por fin detenido, gracias a que dejó en el volante de un coche alquilado una huella digital que un diligente cabo de la Guardia Civil ha estado cotejando pacientemente con otras diez mil huellas. Zutano, chiflado del Islam que preparaba una matanza, ha sido interceptado y puesto fuera de circulación cuando estaba a punto de atentar. Y así, cada día. En España, todavía, y a pesar de que con tanta delincuencia esté desbordada, la policía funciona y es insobornable. Cosa que no pasa en otros países.

Recuérdese cuando Fidel Castro le pedía a Felipe González que frenase a la Guardia Civil que estaba persiguiendo a no recuerdo qué sátrapa. El entonces presidente del Gobierno se sacó el puro de la boca y con gran displicencia le respondió al tirano cubano: “La Guardia Civil sólo obedece al Duque de Ahumada”.

La gente en el extranjero esto lo sabe, y hace las maletas para venirse aquí, a disfrutar del sol, de nuestras estupendas infraestructuras –autopistas, aeropuertos, hospitales--, del buen carácter del personal, y de la seguridad policial. Aprenden rápido a decir “Buenoss díasss sennior” y les encanta que les respondamos en inglés.

Ahora bien, esta buena fama es nuestra perdición. Nos echan de las ciudades que hemos contribuido con nuestros impuestos y el sacrificio nuestro, de nuestros padres y de nuestros abuelos, a hacer aseadas y funcionales, atractivas. La única manera de frenar esa avalancha es generar un estado de opinión contrario, una mala fama para España que disuada a esos parásitos de venir a robarnos nuestros pisos con el poder de su chequera. Difundir la idea de que España es un país peligroso, donde es fácil morir a manos de cualquier desaprensivo.

Para conseguirlo no vale con cuatro bandas de gitanos o albanokosovares que roban los relojes de los turistas en plena calle, ni con cuatro magrebíes que se pelean a machetazos en un callejón del Raval. Lo único realmente funcional sería organizar un comando de sicarios sin escrúpulos que se dedicase a eliminar, de vez en cuando, a algunos turistas, a la puerta de los grandes hoteles, o sencillamente en las Ramblas, cuando están a punto de zamparse un paellador, mediado su litro de cerveza desbravada.

¿Dónde encontrar a esos sicarios? Es fácil: en las cárceles. Allí habitan algunos policías y guardias civiles traidores que han colaborado con el narcotráfico, han sido descubiertos por Asuntos Internos, y han sido condenados a pasarse los próximos veinte años entre rejas. Ofreciéndoles alguna reducción de condena, armándolos y poniéndolos en la calle, estos tipos podrían ir, por ejemplo, en moto a la Sagrada Familia, disparar una ráfaga a la cola de atontados, y salir pitando por la calle Valencia. O sorprender a algún grupo de jovencitos o de familias con sus maletitas con ruedecitas en el portal de una casa del centro donde han alquilado un Airbnb, y no dejar ni a uno vivo.

Cada pieza cobrada sería (secretamente) recompensada por el ministro del Interior con un año menos de prisión o incluso un tercer grado. La prensa daría noticia –si es preciso comprar a algunos periodistas, se los compra, el kilo va barato-- de la creciente frecuencia de estos atentados surrealistas, con grandes titulares escandalosos e intimidatorios.

España obtendría una mala fama mexicana o colombiana, y los extranjeros se lo pensarían dos veces antes de comprarse un piso en el Ensanche. Los dueños de las cervecerías de las Ramblas, de las tiendas de souvenirs y de los cafés cool claro que lo lamentarían, pero ellos son también extranjeros y turbios, que se fastidien. Que se vayan a Lubliana. Nuestras bonitas ciudades volverían a manos de sus legítimos dueños: nosotros.