La semana pasada tuvieron lugar las pruebas de selectividad, un examen que miles de jóvenes afrontan con una mezcla de nervios y ansiedad, ya que del resultado de éste depende su posibilidad de estudiar aquello que desean y, también, dónde desean hacerlo.

En otras palabras, se juegan la llave de acceso a unos estudios que deberían permitirles adquirir los conocimientos necesarios para incorporarse al mercado laboral en el futuro, desarrollando una carrera profesional vinculada a aquello que verdaderamente les apasiona, les interesa y les motiva. Lo que llamamos vocación.

La vocación evidenciada en todas esas cosas que los estudiantes hacen antes de entrar en la universidad: aquellas actividades que los mantienen concentrados durante horas porque disfrutan aprendiendo sobre el tema y explicándolo a otros. Aquello por lo que se esfuerzan voluntariamente, ya sea participando en talleres, en proyectos escolares o extraescolares, en voluntariado o en iniciativas personales que despiertan su curiosidad, y les permite desplegar su energía, desenvolverse con creatividad y mostrar sus capacidades de forma espontánea. En definitiva, todas esas acciones que llevan a cabo sin que nadie se lo pida y que, precisamente por eso, revelan una verdadera vocación.

Cada año, cuando se acercan las fechas de las pruebas de acceso a la universidad, no puedo evitar pensar que estamos ante un sistema que no tiene en cuenta ni la vocación personal ni las capacidades específicas que cada grado universitario requiere. Desde mi punto de vista, son unos exámenes que no contribuyen de manera eficaz a asignar las plazas disponibles de la mejor forma posible.

De hecho, este modelo podría ser una de las causas que explican las elevadas cifras de abandono universitario en el primer año o el cambio de carrera por parte de muchos estudiantes. Estamos ante una herramienta poco adecuada que, más allá de pequeñas reformas, debería ser profundamente repensada desde una mirada más humana, más comprensiva y con la firme convicción de que la vocación puede y debe ser evaluada y formar parte de la nota final que determina el acceso a los estudios universitarios.

Esta revisión del sistema debería tener en cuenta, en primer lugar, que actualmente se da un peso desproporcionado a un único examen, lo que implica que cualquier imprevisto o mal día puede anular el esfuerzo y la constancia mantenidos durante años.

En segundo lugar, también es preocupante que no se reconozca ni se valore el esfuerzo adicional que muchos estudiantes realizan más allá de las obligaciones escolares. Por tanto, sería fundamental que las pruebas de acceso incorporasen una valoración de la pasión y el interés real por una disciplina, aspectos que sí pueden demostrarse y cuantificarse mediante actividades extraescolares, participación en concursos o proyectos, o mediante iniciativas personales debidamente acreditadas.

Igualmente, cualidades como la constancia, la creatividad, la proactividad o la capacidad de trabajar en equipo podrían integrarse en una memoria de trayectoria educativa que completara el perfil del aspirante.

Deberíamos asumir de una vez que la selectividad, tal y como está planteada, evalúa únicamente conocimientos académicos en un momento puntual, pero ignora aspectos esenciales como la vocación, las habilidades específicas y el compromiso real con una determinada carrera. Por ello, es imprescindible abrir un debate serio y riguroso para explorar alternativas más justas, más inclusivas y más inteligentes. Si el talento es diverso, como sin duda lo es, también debería ser considerado en el sistema de acceso a la universidad.

Es hora de plantearse seriamente la posibilidad de incluir una evaluación del recorrido personal del estudiante: qué ha hecho fuera del aula que demuestre su interés, sus capacidades y su vocación por la carrera a la que desea acceder. Algunas universidades ya lo están haciendo, aplicando criterios que se ajustan mejor al talento real y vocacional de cada persona. Tener en cuenta esta dimensión no solo permitiría tomar decisiones de acceso más acertadas, sino que también incentivaría el aprendizaje, el compromiso con el conocimiento y la potenciación del talento individual y colectivo.