En física, la entropía es un concepto que intenta medir el desorden en un sistema. Cuanto mayor es la entropía, menor es la capacidad de ese sistema para realizar trabajo útil. La política española está atravesada por un escenario entrópico caracterizado por el desgaste del adversario, la confrontación permanente y una deriva hacia la pérdida de cohesión social.

Habría que añadir a lo anterior la reflexión que el profesor Manuel Cruz nos cita en su libro: El gran apagón. Vivimos una época donde la incertidumbre de la razón es reemplazada por las certezas de las emociones, por los sentimientos manipulados, y la utilización de las fake news como instrumento de acción “política”. Todo ello contribuye a incrementar el caos entrópico del sistema, lo que supone un importante deterioro no solo de la política, sino también de la convivencia.

El PP es, sin duda, el partido que más está contribuyendo a generar entropía como instrumento de ruido y confrontación, pensando que le puede ser de gran utilidad para alcanzar el poder sin importarle el deterioro de la convivencia y la desestabilización que está generando. La estrategia corrosiva del PP, permanentemente amenazado por el miedo al crecimiento de su enemigo-aliado Vox, es un factor permanente de desprestigio institucional que alimenta el descrédito de la democracia y el desapego ciudadano. En toda esta acción política existe un sustrato de nostalgia del franquismo (declaraciones de Esperanza Aguirre a El País el pasado 5 de junio) y la aguerrida ultranacionalista Ayuso, ambas guardianas de las esencias patrióticas más infumables, retroalimentadas por los ultras secesionistas periféricos.

A lo anterior habría que añadir que la mayoría de los medios de comunicación, controlados por la derecha, alimentan la confrontación como principal elemento de supervivencia. Otra variable por considerar es el comportamiento sesgado y militante de gran parte del poder judicial.

Al aprobarse la Constitución de 1978, nuestro sistema político funcionaba como un Estado de baja entropía, donde la lógica del bipartidismo imperfecto (PSOE-PP) estructuraba el debate político, generaba mayorías parlamentarias y garantizaba una cierta estabilidad institucional

Sin embargo, el surgimiento de nuevos partidos —Podemos, Ciudadanos, Vox, y otras fuerzas nacionalistas o regionalistas— ha quebrado esa lógica. Sin duda, esta situación tiene elementos positivos, como la necesidad de alcanzar pactos entre fuerzas muy diferentes, obligando a una constante negociación. Sin embargo, el resultado no ha supuesto más democracia, sino más fricción, más incertidumbre, más ruido, más entropía…

Como en los sistemas físicos, la energía que antes alimentaba la gobernanza ahora se disipa con el incremento de la inestabilidad y el deterioro de la acción política.

Analicemos brevemente algunas de las características entrópicas de la nueva situación:

El Congreso de los Diputados es hoy un reflejo de la entropía política: múltiples grupos parlamentarios, mayorías volátiles, investiduras agónicas y legislaturas cortas. Esta fragmentación, lejos de enriquecer el debate, ha terminado empobreciéndolo. Lo que debería ser una pluralidad constructiva se transforma en una centrifugadora de voluntades. Cada actor persigue su agenda, su electorado, su narrativa. El interés común queda relegado.

El aumento de la entropía también implica pérdida de coherencia ideológica. El lenguaje político se ha vuelto emocional, reactivo, simplificador. Se gobierna a golpe de tuit, se legisla con eslóganes, se debate con descalificaciones. La política, como espacio de mediación racional, cede terreno a una lógica tribal donde importa más derrotar al adversario que proponer soluciones.

La polarización extrema rompe los puentes del diálogo. Los consensos básicos sobre modelo territorial, educación, justicia o política exterior están quebrados. No existe un marco compartido. Cada parte vive en su burbuja cognitiva, alimentada por medios de comunicación afines y algoritmos digitales. El país se divide en relatos, no en argumentos.

Las instituciones, que deberían aportar estabilidad están siendo arrastradas por esta dinámica entrópica. El principio de neutralidad institucional ha sido sustituido por una lectura partidista de cada decisión, de cada informe, de cada gesto.

El ciudadano percibe un sistema cada vez más opaco, lejano, errático. La confianza se erosiona, la participación disminuye, la apatía crece. Como en todo sistema de alta entropía, se incrementa el ruido y disminuye la eficiencia.

El modelo autonómico que se está desarrollando hace que las comunidades autónomas actúen, cada vez más, como entes soberanos en competencia, no en cooperación. El Estado central no coordina, sólo reacciona. Esta descentralización necesaria en un Estado multinacional, al ser mal gestionada, puede terminar siendo regresiva.

La entropía no solo implica inestabilidad, sino también una pérdida de capacidad operativa. Un sistema político entrópico no puede reformarse a sí mismo. Gasta toda su energía en sostener una especie de "equilibrio inestable", que anestesia la crítica, desactiva la movilización y perpetúa el deterioro. En ese contexto, los liderazgos populistas encuentran terreno fértil, prometiendo “orden” y “eficacia” en detrimento del ejercicio de las libertades

¿Como revertir la entropía? A diferencia de los sistemas físicos, los sistemas políticos pueden intervenir sobre sí mismos. La entropía no es inevitable. Se puede revertir con una acción política que permita los pactos de Estado, las reformas institucionales, y la participación de la ciudadanía. Con gobernantes que sean arquitectos del orden democrático, involucrados en la construcción de puentes de encuentro y espacios de debate sereno.

La democracia, como cualquier sistema complejo, requiere mantenimiento. Necesita acuerdos, respeto institucional, racionalidad deliberativa y visión a largo plazo. Y sobre todo, necesita actores políticos dispuestos a organizar el “caos” de la convivencia y la tolerancia, antes de que el caos los destruya a ellos y nos debilite a todos/as.