Excelente artículo ayer de Carla Rivero en Crónica Global sobre las vicisitudes históricas y judiciales de las pinturas de Sijena que Aragón reclamaba a Cataluña; pinturas que la Generalitat, en pleno subidón golpista, se negó a devolver, y que ahora, tras largos avatares, el Tribunal Supremo, con sentencia inapelable, exige que se devuelvan a su legítimo dueño.
Me cito a mí mismo en un artículo que dediqué al tema en el año 2016, bajo el título “Los bienes de Sijena son… de Sijena”, y donde, después de desarrollar la idea –o el silogismo, o la evidencia— expuesta en el titular, decía:
“La única excepción [de la justa devolución de las obras de arte pertenecientes al monasterio] podría ser de las pinturas de la sala capitular de Sijena que se exhiben en el MNAC, en el caso de que efectivamente vayan a sufrir peligro de destrucción o de más deterioro del que ya han sufrido si se las somete a un nuevo traslado. Pero eso debería decidirlo un comité de peritos neutrales, no a sueldo de la Generalitat, claro está”.
Vaya por delante que el director del MNAC, Pepe Serra, que es el primer interesado en que esas pinturas sigan en el museo barcelonés, donde ocupan un lugar muy destacado, se ha manifestado siempre de forma impecable, defendiendo la labor de sus conservadores y sin entrar en disquisiciones legales. Serra no tiene un pelo de tonto –le conocí hace muchos años y constaté que es muy bueno en lo suyo, impresión confirmada por su propia supervivencia bajo el régimen convergente- y sabe que el derecho de propiedad corresponde a Aragón. También insinúa que el traslado es peligroso, dado el estado deteriorado y precario de esas pinturas. Nunca, que yo recuerde, se le ha ocurrido sostener que esas pinturas sean “nuestras”.
Reconozcamos además que Salvador Illa, actual presidente de la Generalitat, y hombre culto, y además religioso, y que por consiguiente prefiere, sin duda, que esas pinturas murales sigan en Barcelona, se ha manifestado de forma ejemplar, diciendo que no va a oponerse a las decisiones judiciales.
El Gobierno aragonés tuvo que recurrir insistentemente a los tribunales para recuperar bienes culturales que Cataluña, supuestamente para preservarlos, se llevó durante la Guerra Civil, y que les pertenecían de pleno derecho. Hablé telefónicamente con su abogado, un jurista aragonés (llamado, además, Jorge Español), que me demostró su determinación y su convicción en su inevitable victoria en los tribunales, que los hechos y los años han confirmado.
Había además en Aragón, por aquellos años, un sentimiento de agravio provocado por la Generalitat de cuando entonces –en la década de la infamia de Mas, Torra y Puigdemont— que sostenía la tesis de que las obras de Sijena (las que se exhibían en el museo de Lérida y en el de Barcelona) eran propiedad de Cataluña, porque unas monjitas nos las habían regalado, y que solo gracias a nosotros se han conservado y dado a conocer, y que solo nosotros podemos garantizar su adecuada preservación y supervivencia. Pues los maños no son más que –no son sus palabras textuales, pero sí era el fondo del discurso— seres en un estadio intermedio entre el Homo erectus y el Homo sapiens. O sea, cazurros sin remedio.
Santi Vila, a la sazón conseller de Cultura de la Generalitat, y hombre inteligente y cultivado, se dejó atrapar en su amistad por Puigdemont –actualmente huido a Bélgica– y obstruyó cuanto pudo la devolución de los bienes de Sijena (que los catalanistas llaman Sixena, como a Zaidín la llaman Saidí). Todo el enredo le costó caro, pero pudo salir ileso de los juicios a los golpistas y ahora ha encontrado amparo bajo el manto protector, si no me equivoco –no sigo mucho estas cosas— del alcalde Collboni.
Lo cual me parece bien, y además curioso, pues recuerdo que en una ceremonia en el CCCB tuve ocasión de escuchar discursos de Vila y de Collboni, uno detrás del otro. Vila le daba, en punto a oratoria, a conocimientos, a argumentación y a seducción del público, mil vueltas a Collboni… pero fíjate tú, la realidad es que este es hoy el alcalde de Barcelona, y aquel, solo su ayudante.
Bien está lo que bien acaba, pelillos a la mar, no vayamos a buscar la bala que mató a Prim, a lo hecho, pecho, ayer es ayer y hoy es hoy, pasemos página, y bajo el puente pasa mucha agua y también muchas otras cosas. O sea: yo desearía que el tema de Sijena no le haga pagar más facturas a Vila.
Yo creo, yo quiero creer, que el nuevo talante de la Generalitat de Cataluña, sumado a la sentencia judicial, habrán sofocado por lo menos en parte la justa indignación aragonesa y el sentimiento de agravio y de orgullo herido por la soberbia de los presidentes golpistas, cuyos apellidos infames no repetiré. Y que los aragoneses, antes de llevarse efectivamente los frescos de la sala capitular, calibrarán cuidadosamente si el traslado los dañará aún más y si es mejor que se queden ahí donde están. No vaya a repetirse en la realidad el chiste rumano:
Un labrador muy pobre, mientras está arando su pequeño patatal, casualmente desentierra una lámpara mágica, de la que sale un genio que le dice: “En agradecimiento por haberme liberado, te concederé un deseo. Pero piénsalo bien, porque en cuanto lo formules te lo concederé y de inmediato desapareceré para siempre”.
El mísero labrador medita largo rato, y luego formula su deseo: “¡Que se muera la cabra del vecino!”
Lo cual por cierto viene a cuento para concluir esta rememoración diciendo algo que a los especialistas y aficionados al arte románico quizá les parezca una blasfemia: a saber, que las pinturas en disputa están tan socarradas que no valen gran cosa. Que la disputa por ellas es la disputa de dos calvos por un peine.