El jueves justo después de comer me escapé a Vilassar de Dalt para visitar el Festival de fotografía analógica Revela't, una de mis citas culturales favoritas del Maresme. Ingenua de mí, pensé que las tres del mediodía sería un buen momento para evitar aglomeraciones, pero me equivocaba. Mientras pagaba la entrada, un grupo de unos cincuenta niños de entre 12 y 13 años entraron por la puerta de Cal Garbat, la antigua fábrica textil que sirve de sala principal de exposiciones del Festival.
“Lo siento, son un poco ruidosos, pero son buena gente, ya lo verás”, se excusó el profesor que los acompañaba al ver mi cara de circunstancia.
La verdad es que no me molestaron nada. Al revés. Me gustó ver a todos esos preadolescentes escuchando emocionados cómo funciona una cámara analógica y deambulando entre las fantásticas fotos en blanco y negro de las calles de La Habana realizadas por el fotógrafo español Juan Manuel Díaz Burgos (Cartagena, 1951).
Desde bicicletas convertidas en taxis hasta coches americanos reinventados, “cada imagen refleja el ingenio, la capacidad de adaptación y la lucha por la dignidad del pueblo cubano”, escriben los comisarios del Revela’t. “Este proyecto es un homenaje a la creatividad del pueblo cubano, que siempre encuentra una solución, incluso cuando parece imposible”, añaden, en referencia al proyecto de Díaz Burgos, que lleva viajando a Cuba desde 1991.
Sin embargo, las fotografías que más me llamaron la atención, a pesar de no decirme nada nuevo, fueron las de Markel Redondo (Bilbao, 1978), centradas en retratar el horror urbanístico de la costa valenciana, con esperpentos como el complejo de apartamentos Marina D’or, en Oropesa del Mar, o el Edificio Vistamar, en Alicante. “La idea de éxito”, se titula la serie, en tono irónico. Cuanta fealdad.
También me gustó el proyecto del artista polaco Konrad Dobrucki, Layers, que entre marzo y julio de 2022 se dedicó a fotografiar cómo la sociedad ucraniana se movilizó para cubrir esculturas públicas y otras obras de arte con sacos de tierra y otros materiales para protegerlas de las bombas rusas. Y el de Tanya Sharapova, una artista rusa afincada en Berlín que en 2019 viajó a la remota península de Kola, en el norte de Rusia, para documentar la cotidianidad de una región estratégica y alejada del poder central.
Sin embargo, en febrero de 2022, con la invasión rusa de Ucrania, todo cambió. Sus fotografías —un niño en bañador, chancletas y cruz de madera al cuello sujetando un fusil enorme, un joven con guantes rojos de boxeo abrazando un retrato de Putin— son testimonio virtual de cómo el totalitarismo y la propaganda han transformado la vida de sus habitantes, tanto en el ámbito público como en el privado.
“La cultura tendría que ser más barata para los niños”, se quejaba hace poco una amiga, madre de tres niños entre 10 y 14 años. Nos planteábamos llevar a nuestros hijos a ver la exposición de Fernando Botero en el Palau Martorell, en Barcelona, aprovechando que sus hijos lo habían estudiado en clase, pero al final no fuimos, porque le parecía demasiado caro el total que tendría que pagar, y que los niños no lo valorarían.
La entrada infantil (entre 6 y 12 años) para la expo de Botero cuesta 9 euros. Los mayores de 12 años ya tienen que pagar la entrada general (16 euros) o la reducida (14 euros), en el caso de tener, como nosotras, el carné de familia numerosa (ella) y monoparental (yo).
Creo que los niños sí hubieran valorado la visita al museo, pero estoy de acuerdo con mi amiga que la cultura tendría que ser más accesible para las familias. Al menos si queremos que nuestros hijos —el futuro de nuestra sociedad— adquieran el hábito de ir a museos y exposiciones, o asistir a conciertos de música clásica, y sepan apreciar el valor del arte y la música cuando sean adultos.
Los organizadores del festival Revela’t han tenido el detalle de permitir la entrada gratuita a los menores de 15 años. No se lo pierdan. Y lleven a sus hijos. O a sus nietos.