El apagón me sobrevino en el gimnasio, y debo confesar que desconozco si sucedió cuando estaba en la ducha, en el vestuario o ya camino a la salida. Supongo que la diferencia entre la iluminación habitual y el alumbrado de emergencia era poco perceptible o que andaba yo muy distraído (suelo andar muy distraído, todo en orden). Fuera lo que fuera, el hecho es que solo a la salida del gimnasio caí en la cuenta de que se les habían fundido los plomos.

Me despedí con una sonrisa (buenos días, buena suerte y ánimo con los de mantenimiento) y paseé hacia mi casa. Al pasar de las calles del Eixample, tomé nota mental de que el fallo eléctrico afectaba como mínimo a algunas manzanas de mi barrio. Traté entonces de averiguar en el móvil: sin señal. Supuse que las antenas de la zona tampoco tenían fluido eléctrico. Siguiendo con mi retorno a casa, acompañado del caos viario de la Gran Vía barcelonesa, me dije que eso no era un breve corte y que habría para un ratito. Ya saben, al mal tiempo, buena cara.

Entrando en casa como quien entra en su búnker particular, exhausto de subir siete plantas andando y hechos los saludos rituales a nuestro perro Winston, asumí aún más el alcance real del suceso: mi novio me indicaba que el fallo era peninsular, así que el apagón iba en serio. Ya saben, que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde, pues más de lo mismo.

Entramos en modo analógico y encendimos inmediatamente la radio. Pensé que nos esperaba un día (quién sabe si también noche) de los transistores, como si de un nuevo 23F se tratara: "¡Quieto todo el mundo!".

Dispuestos a no dejarnos llevar por el sentimiento trágico de la vida que desprendían las emisoras y decididos a sacar provecho del momento, nos consideramos unos privilegiados por estar ya en casa (hogar, dulce hogar) y nos compadecimos de aquellos que debían volver a la suya (les mandamos muchos ánimos); decidimos preparar comida fría y adoptar a la radio como animal de compañía (lo sentimos, Winston, te queremos igual); sonreíamos a la vida sin esperar que la vida nos sonriera antes y nos dispusimos a vivir un día de tranquilidad benedictina.

Con el paso de las horas, después de haber hecho el amor y ya debatido el sentido de la vida, el minuto a minuto radiofónico nos ofrecía el reflejo de un día cada vez más ajeno al que nosotros estábamos disfrutando. Supongo que ya no sentíamos las breaking news como breaking news, nos habíamos aclimatado y nos parecían unas horas regaladas para leer, pensar y estar el uno con el otro. Un dolce far niente tomado al vuelo con la mejor actitud.

En realidad, la sensación con el paso de las horas que nos ofrecía la radio era la de estar reviviendo algo, como si el tiempo nos hubiera atrapado a todos y en lugar de transcurrir hacia adelante estuviera en realidad corriendo en espiral. Fuimos sumergiéndonos, hora tras hora, en una especie de tragedia que nos incomodaba, a pesar de su familiaridad. Nos sentíamos completamente ajenos a ella, pero nos parecía que alrededor se rodaba el día de la marmota formato nueva crisis sobrevenida.

Al filo de la noticia… Los gabinetes de crisis siempre tardíos para hacer ruedas de prensa siempre tardías para anunciar la nada sobre la tierra: quédense en su casa, mantengan la calma y el gobierno vela por ustedes, muchas gracias; el agotado espantasuegras del ciberataque ruso; el "ya nos avisó" la Unión Europea con el kit de supervivencia; el hit del se ha acabado el papel de váter en los supermercados; el saldremos mejor de aquí (¡todo irá bien!). Hasta aquí iba todo bien, fenomenal para quien se lo propusiera. A cada momento radiofónico una sonrisa cómplice con el novio y a disfrutar de nuestro día, ajenos al estado de alarma ajeno.

Hasta las diversas llamadas a que el ejército preservara el orden (¿hello? ¿Nos estábamos perdiendo algo?) fueron recibidas con una sonrisa: seguimos con nuestra lectura y dejamos pasar las horas.

Entonces llegó lo que ya nos pareció una distopía paranoica. No supimos adivinar si habían invitado al famoso cuñado a la tertulia o es que los hermanos Marx habían tomado el control de la emisora. El caso es que alguien tuvo la brillante idea de afirmar que el apagón le recordaba a un 26 de abril de 1986, que estábamos viviendo nuestro Chernobyl eléctrico y bla-bla-bla de la energía nuclear y las renovables y que esto ya se veía venir y que Sánchez y bla-bla-bla (otra ronda, por favor). Apagamos la radio, nos hicimos cara de póker y subimos a la terraza, declarándonos objetores de conciencia de tanta histeria colectiva.

Nos dispusimos a cerrar el día en nuestra terraza, a la luz de una linterna, puesto que el atardecer ya había bajado la persiana a la jornada. La brisa era primaveral, la calle estaba tranquila (pocos coches en la Gran Vía) y solo alguna sirena rompía de vez en cuando el silencio. Realmente, parecía el día de la marmota, como una extensión de las semanas de confinamiento.

Solo entonces, nos dimos cuenta de que no es que viviéramos un día ya vivido, sino que el día ya vivido lo estaban viviendo otros y que nosotros habíamos cambiado y asistíamos a él como espectadores. El estar al filo de la noticia, permanentemente conectados y atentos a cada suceso o rueda de prensa nos parecía ya absurdo y este sentimiento no era fruto de un apagón, sino de una seguridad interior. Estar seguros de que nada ni nadie iba a perturbar nuestro bienestar, de que nada iba a robarnos nuestro nuevo día y que íbamos a disfrutarlo pasase lo que pasase.

Compartimos que esta vez sí íbamos a salir mejor de esto, durara lo que durara, porque estábamos seguros de nosotros mismos y de nuestra perspectiva vital, porque nada ni nadie iba a interponerse a nuestro deseo de felicidad, simplemente porque estábamos juntos, nos deseábamos lo mejor y nos regalábamos lo mejor que nos ofrecía cada nuevo día.

Mira el cielo, me dijo.

Y, ante tal manto de estrellas, que nunca había visto sobre la ciudad, sonreí recibiendo esa maravilla en mi boca, absorto ante el inédito despliegue de luz. Permanecimos un buen rato dejando que el firmamento dispusiera su magia sobre nosotros.

Pensé que los apagones como ese deberían servir para conectarnos más con las personas que nos rodean, rompí el silencio diciendo vamos a cenar, y le dije a mi novio que Tagore tenía razón, que si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas. Que era maravilloso haberlas contemplado sobre Barcelona y que ojalá otros muchos estuvieran disfrutando de tal oportunidad. 

El 28 de abril fue, al menos para nosotros, otro día feliz. Un día para poner el mes en mayúsculas. Nuestro día del orgullo analógico particular. Ya saben, todo es cuestión de proponérselo, todo es impedir que nada pueda fundir los plomos de nuestras vidas.