Que un gobierno tenga un conseller de Política Lingüística debería alegrarnos, porque significa que en el país o región de su competencia no debe de haber problemas más acuciantes. La política lingüística, en un lugar medianamente normal, sería la última política a la que destinar recursos, una vez satisfechas todas las demás áreas.

El caso es que Cataluña, afortunada ella, tiene a Francesc Xavier Vila como conseller de Política Lingüística, y el pobre hombre, ay, se ha dado de bruces con la realidad: resulta que para ejercer la medicina en Cataluña es obligatorio saber catalán, pero como no hay suficientes médicos, la obligatoriedad se va al garete. “L’obligatorietat hi és, però la realitat fa que no la puguem aplicar”, afirmó hace unos días en el programa de TVE Cafè d’idees.

La realidad, siempre tan fascista, se ha empeñado en hacer inviables los deseos del conseller. En cualquier otro país, la realidad sería juzgada y condenada a prisión --además es reincidente, no es la primera vez que se niega a cumplir los deseos de la clase dirigente--, pero ya se sabe que Cataluña es un país donde los delincuentes campan a sus anchas.

El conseller Vila se mostró comprensiblemente consternado ante una realidad tan poco solidaria y empática que se pasa por el forro las directrices de todo un Gobierno, e incluso las necesidades de la lengua catalana. Uno legisla con el convencimiento de que la realidad se adaptará sin protestar a las normas surgidas de las cabezas brillantes del Govern catalán, pero a la hora de la verdad, cabezota ella, esa realidad hace lo que le da la gana. Así no hay manera de poner orden.

Esa misma realidad ya dio muestras de su anticatalanismo cuando, después del famoso referéndum, la tan esperada república catalana no apareció por lado alguno y todo continuó igual. A pesar de las promesas que nos habían hecho los líderes políticos de aquel entonces, la realidad siguió a lo suyo, sin que le importara la “voluntat popular” ni el resultado a la búlgara de las votaciones. Contra realidades tan insensibles, se hace muy difícil luchar.

Lo ideal sería una realidad que se adaptara a los deseos de los políticos, así daría gusto gobernar. O mejor todavía: una realidad que se adaptara a los deseos de todo el mundo, entonces la vida sería maravillosa. Hasta que la realidad no se adapte por voluntad propia a lo que le demandemos, no queda otra opción que obligarla por la fuerza: hay que promulgar una ley, con carácter de urgencia, que apremie a la realidad a cumplir con lo que de ella se espera.

No puede ser que las políticas lingüísticas --y muchas otras-- queden paralizadas porque la realidad se hace la sueca, como si la cosa no fuese con ella. Hizo bien el conseller en aprovechar el altavoz que le ofreció la televisión para denunciar el sabotaje que la realidad lleva a cabo contra sus bienintencionadas políticas, así sabrán los ciudadanos que si la ley no sirve de nada, no es por culpa de dicha ley ni de quienes la promulgaron, sino de la jodida realidad, que se dedica a poner palos a las ruedas del progreso.

Uno legisla convencido de que la realidad va a amoldarse dócilmente a sus anhelos; nadie piensa que ésta se le va a rebelar en contra.

Algo podíamos sospechar del desapego de la realidad para con la lengua catalana, cuando a pesar de las denuncias y sanciones contra establecimientos que no la usan con suficiente profusión, y de los esfuerzos para imponerla en las escuelas, sigue retrocediendo su número de hablantes. Ya sabíamos que la realidad era tozuda, eso se ha dicho siempre, lo que ignorábamos es que, además, fuera anticatalana y ñorda.