Vivimos tiempos en los que todo se mueve con una velocidad vertiginosa. Las nuevas tecnologías y sus formas de comunicación nos arrastran hacia una realidad desconocida hasta ahora, en la que todo se quiere para ayer. La prisa se ha convertido en el nuevo paradigma. El ser humano moderno habita una contradicción constante: anhela calma, pero vive en un torbellino de urgencia.
Romper con este ciclo de inmediatez permanente no es sencillo.
Y, sin embargo, en lo profundo de cada persona hay un anhelo de espacios íntimos, de reencuentro con uno mismo. Las culturas, a lo largo de la historia, han intentado dar sentido y respuesta a las angustias que nos provocan los cambios de la vida: enfermedades, guerras, alteraciones del clima, revoluciones tecnológicas… Avances, retrocesos, aprendizajes y pérdidas.
En esa búsqueda de alivio, hemos creado formas de evasión, disfraces de respuestas. El coaching moderno —una versión actualizada de los antiguos chamanes— es una de esas expresiones contemporáneas de la necesidad de orientación en medio del desconcierto. Buscamos recuperar un tiempo perdido, aunque no sepamos a dónde nos lleva.
Buscar el equilibrio interior, el conocimiento profundo de quiénes somos, no es un acto egoísta: nace del reconocimiento de que necesitamos al otro. Amarse a uno mismo para poder amar de verdad a los demás. Una idea sencilla en apariencia, pero a menudo difícil de vivir. Miedos, inseguridades, heridas no sanadas nos impiden abrirnos al otro. No reconocer esto es negarse a crecer. Las religiones, en su esencia más noble, han proclamado ese amor generoso que da sentido a la vida y a la convivencia. Las tradiciones culturales, diversas y distantes, también han dibujado este mismo camino con sus propios símbolos y lenguajes.
Escribir es un acto de honestidad, una forma de poner sobre el papel nuestras propias limitaciones, de enfrentarnos a ellas sin máscaras. Compartir nuestras fragilidades tampoco es fácil: hemos sido educados para vencer, no para mostrar debilidad. La ternura, sin embargo, es la clave de todo. Nos permite recibir, comprender, acompañar. Pero no nos han enseñado a escuchar, ni a mirar más allá de nuestro propio reflejo. Demasiado a menudo, vivimos centrados en nosotros mismos.
Y, sin embargo, proyectarse hacia el otro —hacia la familia, la comunidad, la pareja, el trabajo— es el verdadero sentido de la existencia. Aprender a hacerlo es una tarea que dura toda la vida. Al leer a Javier Cercas en su último libro El loco de Dios en el fin del mundo, y escuchar las primeras reflexiones del nuevo Papa Leon XIV, recuperas el sentido e importancia de la empatía. Sea uno creyente o ateo, ser solidario con los más desfavorecidos es esencial. Eso es lo que nos puede, debería, unir. ¿Por qué siempre traspasamos nuestras carencias y miedos a otros, especialmente los más débiles?