Nuestro porvenir depende de un ejército de zombies. Nos explicamos. Hasta que no se celebren las próximas elecciones generales, ya sean en la fecha que corresponde o de forma adelantada, pues ambas cosas, y también ninguna de ellas, lo que ya nos situaría en otro escenario distinto, pueden suceder, no se despejará la gran ecuación de la legislatura. A saber: si este Gobierno, nacido gracias a la compra de los siete votos, siete, de Junts que administra en régimen personalísimo el Nada Honorable fugado de la Justicia, hombre cobarde al que los próceres de nuestras izquierdas consideran ya el Jefe de un Estado (imaginario), es o no legítimo.

Dicho de otra manera: si la Moncloa todavía cuenta (o no) con el respaldo de la mayoría social, expresado mediante el voto popular, intransferible y directo. El Ejecutivo es, sin duda, legal. También muchas otras cosas: un desastre y una parroquia sectaria, con ministros que parecen algoritmos (con alucinaciones), desde que el Insomne, que se concibe como presidente a perpetuidad –“con o sin el Parlamento”–, y que piensa que la gente, ante cualquier desgracia, debe mendigarle ayuda, revalidó el cargo.

Supongo que lo han percibido: vivimos en un país cuyo modelo de Estado es autonómico, pero que las luminarias del PSOE y Lo Que Queda de Sumar han resuelto –la famélica legión rendida ante el independentismo– que debería ser confederal, aunque nadie haya votado tal cosa nunca. No difiere mucho de lo que Lenin le dijo en su día a Fernando de los Ríos, socialista del Ancien Régime: “¿Libertad? ¿Para qué?”.

Los zombies son esa parte concreta de votantes que, en lugar de por convicción sincera (que haberlos, haylos), han decidido sostener sine die lo insostenible por pulsión sentimental. Básicamente para que sus amigos, los antiguos camaradas de célula, no les digan durante el almuerzo del fin de semana que se han vuelto de derechas. Esos barras bravas de las izquierdas son los que señalan con el dedito a quienes no comulgan con el nuevo catecismo y excomulgan a los antiguos camaradas que, entre seguir pensando solos y claudicar ante el gran trampantojo cotidiano, han optado por marcar distancias con su tribu (¡al Infierno con ellos!).

Forman parte de esa minoría (los últimos comicios los ganó el PP, aunque sin aritmética suficiente para poder gobernar) que contribuyó, llena de entusiasmo y fervor, a la coyunda con los separatistas. ¿Existe todavía la posibilidad de repetir la jugada? ¿Retiene el Gobierno el apoyo social, aunque sea mediante la suma de un sinfín de fragmentos políticos?

No lo parece. La mayoría parlamentaria, desde luego, se ha evaporado, aunque tampoco haya a la vista un reemplazo alternativo. Por eso Sánchez gobierna sin presentar los presupuestos –violando la Constitución– y ocupa, como si no hubiera mañana, porque quizás no lo hay, todas las instituciones y los consejos de administración de las empresas del Íbex. El poder (absoluto) para el César (menguante). Sus devotos juran que el presidente, que ya habla de Cataluña como un país distinto a España, se ha convertido en el dique de contención ante la ola ultraderechista que avanza en el mundo. Es una forma (bastante estúpida, por cierto) de verlo.

Mientras, vivimos (en directo) la decadencia de la España posible que, hace ahora algo más de 30 años, asombraba al mundo cuando estrenó la primera línea de Alta Velocidad entre Madrid y Sevilla, epítome del viejo anhelo de asimilación europea que predicase –sin demasiado éxito– José Ortega y Gasset. Casi podríamos entonar aquí el famoso verso de Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.

El tiempo ha pasado. Todos hemos crecido. Muchos se han marchado (para siempre) y los que resistimos al tiempo, envejecemos. Lo que nadie esperaba son tantas señales (inquietantes) de caminar atrás en el tiempo. El sistema eléctrico se cae durante una jornada completa en un país que se ve a sí mismo como una nación desarrollada y el AVE que nos situó en la modernidad se detiene, afectando a más de 10.000 viajeros, sin que nadie dé explicaciones.

“Es la derecha”, dicen los argumentarios de Moncloa y replica el equipo de propaganda sincronizada. Todos tranquilos. No se está hundiendo el mundo. Es que la Internacional Reaccionaria ataca al único gobierno europeo progresista. Las razones de la Moncloa –por llamarlas de alguna forma– son ya asimilables a las del castrismo, que justificó durante décadas su dictadura color verde olivo merced al bloqueo norteamericano.

Por supuesto, nadie debería decir que el PSOE de Sánchez, con la actitud complaciente de Lo que Queda de Sumar, ha alumbrado una autocracia. Eso, claro está, es una señal inequívoca de ser de derechas. La prueba de cargo es que el Insomne someterá a “consulta pública” la OPA del BBVA para quedarse con el Sabadell. Todo el poder para los sóviets.

El pueblo –léase el poble, si ustedes gustan– tiene derecho a juzgar a los poderes financieros pero no a opinar sobre empresas como Telefónica, RTVE (entregada a la telebasura) y compañía, encomendadas a los fontaneros del PSC, que ha venido a traer la pax a Cataluña y a serenar los ánimos, predicando ese evangelio amable de dice que con su concierto vamos a ganar tutti. Para ellos es un asunto dudoso, casi ofensivo, que Cataluña sea parte (ordinaria) España, pero no cabe ninguna duda de que la Península, mientras perdure Sánchez, está llamada a ser la primera colonia de Cataluña. Después vendrán Valencia y Baleares. Más tarde, Berlín.

Si hasta ahora no ha sido así es porque la Historia está equivocada. Y si está errada ya es la hora de reescribirla a capricho, como hace el Institut Nova Història, cuyos investigadores son la envidia de las academias y el prodigio sublime de los ateneos. La realidad, al cabo, no es sino una convención social. Puede modificarse si las circunstancias así lo exigen.

¿No se lo creen? Piensen en los zombies. Da igual lo que ocurra. Es irrelevante lo que suceda. Ya puede invadirnos Trump o declararnos la guerra santa Marruecos. Basta con decirles a estas criaturitas que la derecha es culpable –casi la misma frase con la que Serrano Suñer se refería a la Rusia bolchevique– para que todos ellos, en envidiable sintonía e inaudita coordinación, aplaudan con gozo su servidumbre (voluntaria).