Puede que el último triunfo de Jordi Pujol i Soley haya sido trastocar el relato sobre su presidencia y sobre su familia, convertirlo en materia cinematográfica de cuestionable calidad, pero con cierta credibilidad, sobre todo para quienes no vivieron el pujolismo en la edad adulta.
Puede también que los hijos de Pujol, especialmente Oriol, Josep y Jordi, el primogénito, todavía estén subiéndose por las paredes, pues no salen precisamente bien parados.
Se trata, no obstante, de un peaje muy pequeño cuando lo que se intenta es salvar la imagen y el legado del que todavía es para algunos el padre de una patria que, en caso de existir, ha quedado muy atrás para una gran parte de la sociedad catalana, incluida la que se dejó llevar por el procés.
Ha contado en este mismo periódico Alejandro Tercero que la película persigue el blanqueo y la rehabilitación de Pujol, que todos los episodios lamentables de su trayectoria vital, profesional y política quedan orillados o son tratados de manera superficial, como el caso Banca Catalana.
O que las visiones del niño Pujol en el Tagamanent son un puro delirio y que la tesis central del filme es que el expresidente de la Generalitat fue víctima de los manejos urdidos por un tipo tan siniestro como el comisario Villarejo, a quien se atribuye la frase "con la unidad de España no se juega".
El colmo de la chapuza narrativa es la conversación telefónica entre Pujol y el ya entonces Rey emérito, un despropósito sin paliativos que tal vez sea la única concesión de la cinta a la posibilidad de que Pujol sea un corrupto.
En materia de delincuentes políticos, Cataluña es un filón extraordinario, prácticamente inagotable y que ha desarrollado incluso un estilo, aquí sí, propio, ese 3% que sacó a relucir Pasqual Maragall en un momento de plena lucidez.
Que Artur Mas haya dicho que la revelación del entonces presidente de la Generalitat en el Parlament fuera fruto del alzhéimer no es más que un paso más en la operación para convertir a Pujol en otro presidente mártir, la víctima propiciatoria de una España desbocada en defensa de su unidad.
Hace ya mucho tiempo, años, que Pujol se deja ver en público y recibe toda clase de agasajos. Incluso por parte de algunos que lo apartaron por considerarlo altamente tóxico. Artur Mas, en contra de lo que sugiere la película, jamás le dio la espalda. Y la confesión de Pujol no fue un arrebato, sino una estrategia preparada con un potente equipo jurídico para alzar una cortina de humo que no resultó precisamente acertada.
La película también pasa por alto algunos detalles como los llamados hechos del Palau, cuando se distribuyó la octavilla encargada por Pujol en contra de Franco. Merece la pena detenerse en ese texto, cuyas cursivas y mayúsculas son las del original:
"La falta de libertad es absoluta y solo es atenuada por el estado de corrupción en el que vivimos. El General Franco, el hombre que pronto vendrá a Barcelona, ha elegido como instrumento de Gobierno la corrupción. Ha favorecido la corrupción. Sabe que un país podrido es fácil de dominar, que un hombre comprometido por hechos de corrupción económica o administrativa es un hombre prisionero. Por eso el régimen ha fomentado la inmoralidad de la vida pública y económica. Como se hace en ciertas profesiones indignas, el Régimen procura que todo el mundo esté enfangado, todo el mundo comprometido. El hombre que pronto vendrá a Barcelona, además de un OPRESOR, ES UN CORRUPTOR".
Cincuenta y cuatro años después, el 25 de julio de 2014, Jordi Pujol confesaba la existencia de una herencia oculta en Andorra de la que, según su tesis, es "el único responsable": "Y quiero manifestarlo de forma pública, con mi compromiso absoluto de comparecer ante las autoridades tributarias, o, si es necesario, ante instancias judiciales, para acreditar estos hechos y de esta manera acabar con las insinuaciones y comentarios".
El párrafo final del texto del expresidente es aún más dramático. Pujol se ofrece en bandeja, como cabeza de turco, dispuesto a purgar por los pecados de la familia. Y escribe, a tumba abierta: "Expongo todo esto con mucho dolor, por lo que significa para mi familia y para mí mismo, pero sobre todo por lo que puede significar para tanta gente de buena voluntad que pueden sentirse defraudados en su confianza, a la que pido perdón. Y también les pido que sepan distinguir los fallos de una persona –por muy significativa que haya sido– y que esta declaración sea reparadora en lo que sea posible del mal y de expiación para mí mismo".
Debía temblar de emoción. El hombre que lo había dado todo por Cataluña se inmolaba, esta vez en nombre de la familia, la patria en versión doméstica.
Él, tan desprendido que se jactaba de no llevar ni un duro en la cartera, él, que había hecho de la austeridad y el ascetismo rasgos de un estilo político, no tenía más remedio que tirar la toalla y admitir que tenía cuentas en Andorra. Él también había elegido la corrupción como un instrumento de gobierno y todo el mundo a su alrededor estaba enfangado. Pero eso no sale en la película. Tal vez en la próxima.