No sabemos aún si lo del lunes fue un ciberataque, un fallo técnico o una combinación de factores que escapan a nuestro entendimiento. Quizá nunca lo sabremos del todo.
Lo que sí quedó claro es algo ya habitual en nuestro tiempo: cuando ocurre un evento inexplicable, muchos corren más rápido a construir teorías conspirativas que a buscar respuestas inteligentes o, simplemente, a guardar silencio, algo que el lunes hubiese sido agradable, ya que tuvimos un respiro al sonido impertinente del whatsapp.
Vivimos momentos de caos, eso es innegable. Pero también fuimos testigos de la lucidez de miles de ciudadanos que, en medio del desconcierto, supieron volver a lo esencial: un rollo de papel higiénico, una radio de pilas, una conversación a la luz de una vela o un beso en la oscuridad.
La distopía de manual encontró una respuesta serena en los hogares, en los memes que corrían por las redes sociales, en los juegos de sombras chinescas en las paredes con linternas compradas en los chinos, en las risas de los jóvenes a las puertas de los institutos. Música improvisada en las plazas, muchas cervezas entre amigos, terrazas llenas y carcajadas aseguradas. La normalidad dentro del absurdo.
Sin embargo, no faltaron los de siempre. Los que aprovecharon la confusión para señalar culpables. Algunos apuntaron a Marruecos, ignorando que fueron precisamente ellos quienes ayudaron a restablecer parte de la electricidad. Otros señalaron a Mazón —aún no se sabe muy bien por qué— o acusaron al Gobierno de ocultar información deliberadamente, incluso de aprovechar el apagón para destruir datos.
Los más imaginativos vieron en Estados Unidos el germen del caos, como castigo a los movimientos diplomáticos de Pedro Sánchez en China. Y, cómo no, hubo quien no pudo resistirse a colocar a Putin en el centro de todas las sospechas.
Nadie sabía nada, pero todos tenían una teoría. Un culpable en la diana de su propia indigencia intelectual. Y los que sabemos cómo se gesta una crisis —o cómo se disipa— callamos, porque no teníamos datos para opinar.
El espectáculo fue, como tantas otras veces, lamentable. La incapacidad de esperar una investigación oficial, la pulsión de convertir cualquier grieta en arma política, la necesidad casi patológica de buscar enemigos —externos e internos— a los que culpar.
La red, en lugar de servir para informarnos mejor, se llenó de absurdos y de odio. Y cuando uno cree que tal vez sea necesario un pacto de Estado entre los partidos, aparecen los peloteos de tenis… o la pelota de rugby directa a la cabeza del contrincante.
Tal vez deberíamos aprovechar estos episodios para reflexionar sobre nosotros mismos. Redescubrir el papel, la conversación pausada, el valor de la espera. Leer antes de opinar. Preguntar antes de acusar. Ser tonto un segundo para no ser idiota toda la vida. Saber antes de quedar en ridículo. Porque, de seguir así, el mayor apagón no será el de las redes eléctricas, sino el de nuestra capacidad de meditar.
Hasta entonces, toca confiar en quienes de verdad trabajan para esclarecer los hechos: los servicios de inteligencia, los expertos en ciberseguridad, en energía y en sistemas críticos. Confiar en que, al menos, aporten algo de cordura en medio de tanto ruido.
Mientras tanto, apagar el móvil, encender una linterna y leer un buen libro puede ser el acto más revolucionario. Al menos frente a la idiotez de los opinadores de todo, que el lunes, incluso, sabían de megavatios, de picos de tensión y de guerras cibernéticas.
Yo, por mi parte, me quedo con la predicción de Los Simpson.