Ayer, revisando lo que otros han dicho sobre el gran apagón, di con una revista de literatura catalana titulada Catorze, dirigida por Eva Piquer —fue diputada por ERC en el Parlamento de Cataluña y periodista en la prensa procesista—, y que hace unos años fue distinguida con el más alto premio que concede la Generalitat a las iniciativas culturales.
Piquer debe mantener activo el gen periodístico, porque en Catorze han hecho un gran despliegue sobre el apagón, preguntando a catorce escritores –casi todos, en realidad, escritoras— por su experiencia del acontecimiento, sus impresiones o reflexiones. Cada uno, o mejor dicho cada una, contribuye con un par de párrafos al despliegue.
Ya sólo leer el título se me cayó el alma a los pies. No anunciaba, ciertamente, nada bueno. Decía: «He desitjat que la llum no tornés mai més», que quiere decir “he deseado que la luz no volviera nunca más”. Como el título se supone que debe ser, si no el resumen, sí el tono del contenido, del texto, ya ahí entendía que iba a leer comentarios ñoños, miradas al ombligo, autocomplacencia, romanticismo de estar por casa y “sensibilidad” a espuertas.
No me equivocaba. Esa pequeña y excepcional catástrofe que arruinó a muchos comerciantes, que mantuvo encerrados en sus pisos a miles de ancianos y de inválidos, que puso a los hospitales en riesgo de colapso, que interrumpió operaciones quirúrgicas, que obligó a miles de ciudadanos a caminar y caminar para llegar a sus lejanos hogares, y que, en fin, provocó seis muertes—las contabilizadas hasta ahora--, esa pequeña catástrofe que igual que era, según las autoridades gubernamentales y sus medios de comunicación, casi imposible que pasase, pero que resulta que pasó y que puede repetirse en cualquier momento…
…para nuestras catorce novelistas de Catorze, ese acontecimiento preocupante, del que se ha hecho eco toda la prensa internacional, fue una inesperada y bienvenida ocasión de olvidarse del estrés de la vida cotidiana y de la lucha por la vida, y dedicarse todo el día a leer novelas, saborear el gusto de la vida de “antes”, conversar largamente con los miembros de la familia, intercambiar favores con los vecinos, gozar del silencio, contemplar la intimidad que proporciona la luz de las velas y la calidad sedosa e intimista de las sombras que proyectan, y, en fin, mirarse el ombligo.
En Madrid, donde vivo, fue interesante constatar que las terrazas se llenaron de grupos de amigos que reían, conversaban y bebían cerveza como si no hubiera un mañana. Fue una reacción lógica, alegre, cordial y, en su bienhumorado escepticismo, característicamente español, ante un acontecimiento cuyas causas durante horas nadie sabía nada, cuyas consecuencias eran imprevisibles, y frente al que no podían hacer absolutamente nada. Es lo correcto y lo mentalmente sano: si nada puedes hacer y si los tuyos no están desvalidos, de nada sirve que te amargues o te preocupes más de la cuenta; en vez de comerte el coco inútilmente tómate unas cervezas, disfruta con tus amigos de la tarde soleada y espera a que la situación se arregle.
Pero no tienen derecho a esa actitud los escritores, que deberían sentir el compromiso de mirar al fondo de los hechos, de pensar y ser conscientes de los múltiples aspectos del fenómeno y, a la hora de escribir, ir más allá de sí mismos.
Bien, si ante este acontecimiento tan clamoroso y único –hasta ahora-- nuestras novelistas son tan irresponsables y tan reacias a mirar más allá de la punta de la nariz, cabe preguntarse para qué demonios sirven los novelistas y la misma novela, ese “espejo a lo largo del camino”, según la definición de Stendhal. Está claro que el espejo a lo largo del camino sólo les sirve para mirarse a sí mismas. Es una coquetería insoportable.
Como ya he escrito aquí alguna vez, no está bien darle a los demás consejos que no han pedido. Y por eso no le voy a aconsejar a Eva Piquer que despida de inmediato a todas las colaboradoras que frente al gran apagón, al acontecimiento inesperado, demuestran ser tan narcisistas y disponer de tan pocos recursos mentales como para que sus pensamientos puedan resumirse en el titular “He deseado que la luz no volviera nunca más”, y que en su lugar contrate a otras con sangre en las venas y con algunas neuronas en funcionamiento. Si es que existen. Tampoco le recomendaré que se despida a sí misma.
Si no lo hace, si no quiere ser tan severa le aconsejaría –pero no llego a aconsejárselo, porque, como he dicho, dar consejos no solicitados es una impertinencia—que por lo menos instase a sus escritoras a reflexionar lo expuesto (sin acritud, créanme) en estos párrafos y hacer propósito de enmienda.