Hace un par de semanas decidí hacer caso a mis amigas y me apunté a una clase de pádel para poder jugar partidos “En el pádel se liga mucho”, me prometieron, después de enviarme un artículo de La Vanguardia que definía este deporte como “el nuevo Tinder para solteros, casados y divorciados”.“La dinámica del juego, que fomenta un ambiente distendido entre parejas a menudo mixtas, y los tentempiés post-partido han convertido a los clubes de pádel en escenarios ideales para que surjan conexiones de pareja”.

La clase fue mejor de lo que esperaba. El profesor, José un chico muy majo, de mi edad, no solo se quedó sorprendido de mi buena forma física y de mi habilidad para el revés cortado, fruto de varias décadas jugando a tenis, sino también de la blancura y brillantez de mis bambas. “¿Las acabas de estrenar, ¿no?”, me preguntó mientras recogíamos pelotas del suelo. “Pues, eh… sí, las he comprado esta mañana en el Decathlon justo antes de venir, me han costado solo 40 euros”, le respondí.

Él se rio. “Solo te he preguntado si eran nuevas, no cuánto te han costado. Tengo un amigo madrileño que siempre me dice: ¿qué os pasa a los catalanes con el precio? ¿Por qué siempre mencionáis lo que os ha costado eso o aquello, aunque no le importe a nadie?

Entonces me eché yo también a reír. Tenía toda la razón. Cuántas veces habré dicho eso de “He ido a cenar a tal restaurante, todo estaba buenísimo, y, oye, además nos costó solo xx euros por barba…” 

Mientras practicábamos la volea, me acordé de otra cosa que sorprendía a una amiga mía, madrileña, de los catalanes: “Se puede saber qué os pasa con los Frankfurts? ¿Por qué hay uno en cada esquina?” 

A mí amiga le fascinaba que un pueblo como Vilassar de Mar, de 21 mil habitantes, tuviera seis establecimientos de Frankfurt, todos ellos con su debido cartel en letras góticas de color amarillo flanqueadas por leones: el Montevideo, el Nuevo Montevideo, el de delante del cole de les Monjes, que se llena los viernes por la noche, el Angelita 1, el Angelita 2, el Bar but…, y que, además, hubiera serios debates sobre cuál de ellos era el mejor. 

No supe qué contestarle. ¿De dónde sale esa costumbre tan nuestra de ir a zamparse un grasiento bocadillo de frankfurt para cenar? ¿Tuvo algo que ver con la presencia de los Habsburgo?, ¿Con el 174? ¿Con los turistas alemanes de los 70? El mítico Alt Heidelberg, en la Plaza Universidad, abrió sus puertas en 1934 y antes de que estallara la guerra civil fue un lugar de encuentro y celebración para familias de origen alemán afincadas en la ciudad, explica la escritora barcelonesa de origen judío-alemán Dory Sontheimer en la biografía de su familia, Las Siete Cajas (2014). 

Según History and legends, una web de visitas guiadas por Barcelona, la moda del Frankfurt llegó a Barcelona gracias a la popularidad que ganaron los hot dog en los años 20 dentro de la oferta gastronómica de todas las ciudades del mundo. Sin embargo, la casa de Frankfurt original, con el cartel en letras góticas acompañadas de leones, se debe a un empresario deTerrassa llamado Isidre Vallès. Al parecer, Vallès había empezado a vender bocadillos de salchichas de frankfurt en ferias ambulantes por la zona de Terrassa y alrededores en los años 50 y, más tarde, también por diversas ferias del Maresme durante la temporada de veraneo. Finalmente, en 1965, Vallés abrió su primer establecimiento fijo especializado en Frankfurts en un local del centro de Terrassa que lucía la estética del Frankfurt que ha prevalecido hasta hoy”. 

“Qué casualidad, justo al lado del club de pádel hay un Frankfurt muy bueno”, me dijo el profesor después de soltarle el rollo. “Cuando quieras cenamos”.