Un funcionario, por definición, está por encima del resto de los mortales. Por eso el juez Peinado pidió una tarima cuando fue a interrogar al ministro Félix Bolaños en relación con vaya usted a saber qué causa. Tenía que quedar claro: un funcionario, de la judicatura en este caso, no es un servicio público, es una autoridad. Un ser superior. Un semidiós, como poco.

En un momento tonto de la transición democrática se llegó a pensar que los funcionarios estaban para servir. Grave error de apreciación. Los funcionarios son autoridades. El resto del universo está unos centímetros por debajo. Porque así debe ser.

La sabiduría popular lo tiene asumido: alguien con un uniforme, ni que sea de conserje, ordena y manda. Mucho más si lleva porra y pistola o unas puñetas en las mangas de la toga.

Pasa hasta en los aeropuertos. Allí hay que salvar una zona llamada impropiamente de “seguridad” en la que los empleados son todo y el pobre ciudadano, apenas nada. Se le puede despojar de un cortaúñas, si el vigilante decide que es un arma peligrosa. Se le puede reclamar que se quite el jersey, los botines y hasta el cinturón, aunque se le caigan los pantalones.

Todo ciudadano que pretenda tomar un avión es sospechoso de terrorismo, por lo menos.

Y hay que celebrar que, de momento, para acudir a una terminal no se exija esa redundancia llamada “cita previa”. En muchas oficinas públicas se sigue pidiendo pese a que haya no pocos funcionarios mano sobre mano.

Probablemente, quienes tienen comportamientos atrabiliarios y escasamente serviciales sean una minoría. Pero es una minoría que anida en el silencio cómplice y la tolerancia injustificada de sus compañeros. Se llama gremialismo

Cuando el gremialismo florece en la judicatura, la cosa se complica porque acaba con la poca confianza de la ciudadanía en la justicia. Ningún ciudadano, y menos un juez, debiera ser prepotente. Lo son porque quieren y pueden. Porque lo consienten sus colegas del Consejo General del Poder Judicial, responsables en vano de poner coto a los desmanes.

El oprobio es algo que debe repartirse bien: alcanza por igual a todos los que callan y toleran la prepotencia judicial.

Durante el franquismo, las llamadas fuerzas del orden (encargadas de perpetuar el desorden que era la dictadura, con el apoyo judicial) nunca se consideraron servicio público. Eran, decían, la autoridad. Y, además, armada. Por si hubiera dudas.

En los pueblos, cuando la asistencia a misa era obligada, se reservaba en las fiestas una fila para las “autoridades”: alcalde, secretario, médico, maestro y cabo de la Guardia Civil. La sabiduría popular se refería a ellos como “atrocidades”. ¡A saber por qué!

Un ciudadano enfrentado a las instituciones públicas y a sus trabajadores carece de defensa. Puede acudir al defensor del pueblo, pero eso es, además de lento, matar moscas a cañonazos.

Poco a poco ese tratamiento desdeñoso se expande: del funcionariado directo, a las empresas públicas estatales. 

Hace unos días un ciudadano de Tarragona envió un paquete a Alemania, a través de una plataforma (Packlink) y Correos, cuyos empleados le facilitaron un recibo y un número de envío. El paquete nunca fue entregado.

Al ver que no llegaba, escribió a ambas compañías. Correos --que en general funciona bien--, se lo quitó de encima. La otra firma le pidió que el destinatario declarara bajo juramento que no había recibido algo que ni siquiera sabía que iba a recibir porque era un regalo sorpresa. ¿No controla Correos si ha entregado el paquete? ¡Vaya eficacia! Y, sobre todo, ¡vaya consideración hacia el cliente!

Un ciudadano se coloca frente a un funcionario y, de golpe, se convierte en súbdito de un reyezuelo, investido de una autoridad que le permite ejercer su poder de forma despótica y atroz. 

Los de los pueblos tenían razón: no son autoridades, sino atrocidades.