Hace unos días, los pingüinos de las islas Heard y Mcdonald del Océano Índico -únicos habitantes de las susodichas islas- tuvieron una gran proyección internacional por tener que hacer frente a un 20% de los aranceles que la nueva administración estadounidense ha tenido a bien a demandarles. Previsiblemente, el comercio entre los pingüinos y la nueva administración se resentirá.
Esta nota introductoria viene acompañada por una reflexión que un amigo mío hizo hace pocos días ante el ruido que observamos. Hay que resistir ante la actual oleada de ruido y, luego, repensar hacia dónde vamos.
Europa, España, Cataluña, Barcelona, estamos ante una oportunidad para acelerar y concretar debates y propuestas que llevamos haciendo desde hace años, pero no materializando. En el momento presente de la historia, toca resistir en positivo. Sin alarmismos estériles, tener como criterio principal las bolsas de la economía mundial es arriesgado.
Tenemos un eje vertebrador, la democracia social liberal que hemos construido entre todos a lo largo de los últimos 250 años, y ahora hay que aprender a defenderla en todos los sentidos. La siesta, la fiesta, se acabado, como nos dijo una revista anglosajona hace 14 años; pero ahora para todos, incluidos los supuestos alumnos más aventajados.
La historia de Europa, su cultura, su economía, sus disputas políticas, económicas, religiosas, sus enfrentamientos bélicos, han ido desde los Urales hasta el Atlántico, desde el Ártico al desierto del Sahel, y por extensión, todas aquellas regiones del mundo que han vivido y han sido educadas en el relato del espíritu de la prevalencia del individuo sobre el colectivo; y nos ha dado y expresa todo nuestro legado, sea uno laico o religioso.
La contraposición es la visión que las sociedades asiáticas tienen sobre la comunidad: la prioridad siempre es el valor comunitario. Son debates que hemos de constatar, no imponer nuestra visión a los demás, porque cada pueblo vive de sus raíces, buenas o malas, según el prisma que se miren. Se llama tolerancia.
Con un ejercicio de realismo y pragmatismo es como debemos afrontar nuestro futuro. No veamos al resto del mundo -sean éstos americanos, chinos, indios, rusos, latinoamericanos o àrabes- como enemigos. Todos ellos, en el mejor de los casos, son rivales, que no es exactamente lo mismo. Algunos nos gustaran más, otros menos.
Nuestra agenda de defensa de los derechos civiles y sociales, de la sostenibilidad del planeta, de una economía social de mercado, no siempre tiene la misma interlocución en nuestros compañeros de viaje. Pero nosotros no podemos, ni debemos, renunciar a explicitar sus ventajas, aunque en algunos casos no se comparta. Este es el reto de repensar cómo imaginamos Europa, y la cadena de instituciones y de nuestros territorios, y qué estamos dispuestos hacer, qué alegrías y sacrificios queremos y podemos ejercer.
Las sociedades maduras a menudo parecen aletargadas, necesitan presión exterior para despertarse, y reaccionar. Esto no va de “buenismos”, va de hacerte oír. Saber ponerte en valor, de ser respetado y respetar.
Tenemos activos en muchos sectores de nuestras sociedades. Ni Europa, España, Cataluña, ni Barcelona son espacios uniformes y monolíticos. Tienen todos ellos su interior, matices, diferencias, que a menudo son un hándicap para la toma de decisiones rápidas: los consensos son más complejos, pero también su fortaleza.
Aprender a escuchar y saber renunciar por el interés de la comunidad no será fácil. Las dinámicas de bloqueo pueden acabar siendo contraproducentes para sus promotores. La pluralidad enriquece, la diversidad cohesiona. La sociedad, cuando está angustiada demanda soluciones, no discusiones eternas. Las tecnologías son importantes, pero también necesitamos que nos sean útiles.
Reitero, como dice otra persona amiga, “bienvenidos al mundo de las hormigas”, desde nuestro propio yo construyamos proyectos globales y compartidos, y yo añado: en el sentido biológico, no en el concepto sociocultural “vivan los/las pingüinos”.