El mundo, en general, ha entrado en una etapa en la que da la impresión de que ha renunciado a la felicidad. La mayoría parece darse por satisfecha si consigue, no el disfrute, sino el mal del otro. Sobre todo, en política.

Ya no hay discursos con propuestas positivas. O los hay apenas.

Los partidos se han especializado en no proponer nada. Les basta con la crítica al rival, convertido en enemigo a destruir. Y de portavoz, el más zafio, aunque esté reñido con la sintaxis.

Hace unos días, el líder del partido conservador (Alberto Núñez Feijóo) señalaba que era necesario un pacto en materia de Defensa. Y de inmediato añadía que no podía hacerse con los socialistas. ¿Con quién entonces? ¿Con los propios? ¿Consigo mismo?

Pactar con Vox es muy sencillo para el PP: hay muchas coincidencias. Se trata, simplemente, de ser de derechas sin complejos, que decía un anuncio. Para muestra, Carlos Mazón. Imita a la ultraderecha hasta en la grosería expresiva: “Si (Pedro Sánchez) tuviera lo que hay que tener”, dice empleando una anfibología (¿sabrá lo que es?) machista por demás.

No está solo en lo soez. Isabel Díaz Ayuso, famosa por compartir vivienda con un presunto defraudador, llamó “hijo de puta” al presidente del Gobierno. Luego, en un inusual ataque de vergüenza, dijo que se la había interpretado mal y que había dicho “me gusta la fruta” y ahora repite la expresión a modo de gracieta.

En otras filas también se utiliza la descalificación cómo método de refutación política. Gabriel Rufián dijo a un diputado de Junts que era una rata. ¡Gran argumento político!

Las peticiones de dimisión, la descalificación, el insulto incluso, se han convertido en moneda corriente en los Parlamentos y en el Senado, sustituyendo a los discursos más o menos racionales.

Si algún día se prohibiera la negatividad y la mera crítica y se exigiera hacer propuestas, un montón de diputados y senadores se verían abocados al silencio. ¡Qué maravilla!

Y llega el momento de la verdad: la votación. Ahí la cosa ya es de traca. Se vota contra las propias convicciones con tal de que el otro no se salga con la suya. Se busca hacer daño, aunque de rebote uno sufra también.

Hasta ahora eso de propiciar el dolor ajeno, pasándolo uno mismo mal, se llamaba sadomasoquismo. Aunque, claro, sus practicantes, por lo que dicen y por cómo repiten, se diría que disfrutan.

El PP lo tiene fácil, además de infringirse daño a sí mismo votando, por ejemplo, contra la agencia de salud pública, se acerca insinuante a Vox sabiendo que sólo va a recibir leña y exigencia de humillaciones. Y en público. Debe de ser un placer de locos.

Sufren por la derecha y sufren por la izquierda porque no consiguen lo que quieren, que es desplazar a Pedro Sánchez. Ya se han olvidado de si pueden hacer algo positivo para sí mismos y, ya puestos, para algunos ciudadanos.

¿Para qué hundir al actual presidente del Gobierno? Para que abandone la Moncloa que, dicen, es lo único que busca. Y una vez conseguido, instalar en ella a Núñez Feijóo, a su pesar, claro. A él lo que de verdad le gusta es navegar tomando el sol, acompañado de algún buen amigo. Preferentemente, si tiene un barco.

En Barcelona, el Partido Popular hace circular una furgoneta con una pintada contra la okupación. Hubieran podido pedir acceso a una vivienda digna. Pero formular propuestas positivas ya ni se les ocurre. Es la fuerza de la costumbre de decir no a esto y a aquello y a lo de más allá.

Cada vez más se parecen a aquel personaje de La Regenta que entraba en el casino de Vetusta y se dirigía a alguna tertulia con la siguiente expresión: “¿De qué se habla? Que me opongo”.

Será que, después de todo, al partido le encanta ser oposición. Además, se sienten muy bien acompañados: en lo mismo andan Vox, Junts y buena parte de los jueces. Comparten un proyecto de vida:  ¿Para qué sonreír si puedo vivir con expresión avinagrada? ¿Para qué ocuparse en ser feliz si se puede conseguir la infelicidad ajena? ¿Dará eso la verdadera felicidad?