“¿Ya has ido a ver Tardes de soledad?, me preguntan. Aún no. Sabiendo que por fin ir a la sala de cine será una experiencia artística fuerte y formativa (la imagino, por adelantado, como la primera vez que Magritte vio un cuadro de De Chirico, en un escaparate), de momento me contento con paladear el título de la película, que es incluso mejor que el de la famosa novela de García Márquez. Y también con leer las entrevistas que le hacen al director, Albert Serra, donde siempre se muestra inteligente y con una gran desenvoltura, que en sí misma ya las hace un espectáculo de libertad (verbal). Considero esa película como un presagio personal.

Todas las expectativas presagian algo a contracorriente del discurso oficial emasculador, homogeneizador, pasteurizador e hipócrita en el que flotamos cómodamente como en una sopa tibia –aunque siempre con una especie de nostalgia de otra cosa, una nostalgia, eso sí, sin riesgo-, y uno de cuyos momentos característicos e inolvidables fue las sesiones del Parlament de Cataluña en que sus señorías decidieron abolir las corridas de toros.

Recuerdo a Jorge Wagensberg (era un hombre inteligente y culto, no lo discuto) en la tribuna de oradores, mostrando un estoque con el que se mata al otro y preguntándole a sus señorías si les parecía que “aquello” no hacía daño al pobre toro. Quin paper més galdós! Sus señorías, claro, prohibieron las corridas. Como de costumbre, no se enteraron de nada. O quizá sí: acordes con el espíritu de los tiempos, ensoñaban con que cada plaza de toros se convierta en un centro comercial, con sus tiendas de las marcas previsibles, a toda luz de neón y música ambiental. Mercaderes en el templo, como en Las Arenas de Barcelona.

Lo cual en el fondo me da igual, pues no soy aficionado a los toros y no voy a empezar ahora. Pero sé reconocer ciertas cosas y su valor allá donde laten, donde respiran.

En la estupenda entrevista que el pasado miércoles le hizo Joan Colás para este diario decía Serra: “La vida normal no me interesaba. La vida normal para los toreros es trabajar. Ahora, vivir la vida normal, ir a hacer cosas, al trabajo, coger el coche, ir a un restaurante... Comparado con la intensidad de esto, ¿qué es lo otro, la vida? La vida es trabajo, es miseria. Por eso muchos grandes toreros siempre han tenido problemas, se han suicidado, algunos han tenido problemas graves, otros tuvieron problemas psicológicos diversos. Siempre con una cierta dificultad para integrarse en el mundo real. No todos, pero sí una mayoría importante… ¿Por qué quieres ver a una persona normal? ¿Qué particularidad tiene?”

Ignoraba que para muchos toreros retirarse de la experiencia límite y recurrente del ruedo, de sus retos y su miedo, sea un anticlímax traumático. Entiendo que las cosas se vuelvan insípidas cuando en la perspectiva no está el acontecimiento mortal del próximo domingo. Es lógico. Lo que dice el cineasta de los toreros le pasa también a los astronautas que vuelven de la luna. Muchos caen en depresiones, se apuntan a sectas o se entregan a la bebida. Después de vivir soledades de semejante intensidad, ¿hay que jugar a la Playstation? ¿Hacer ver que es muy interesante? ¡Puaj!, ¡trae acá la frasca!

Sucede también con los supervivientes de las batallas. Lo explicaba bien Roger Vercel, que combatió en la primera Guerra Mundial, en su novela “Capitán Conan”, sobre la que hizo una excelente película el tándem imbatible formado por el guionista Cosmos y el director Tavernier.

Años después de la guerra, el narrador va a ver al heroico Conan, el héroe del combate cuerpo a cuerpo, que ahora vive al fondo de su negra provincia francesa. Lo encuentra en la taberna, destruido por los recuerdos, la rutina y el coñac a caño abierto. “Todos los compañeros están igual”, explica desesperado Conan, incapaz de asimilar lo que les ha pasado, algo que es excesivo: la reincorporación al “mundo real”, o, por decirlo con palabras de Serra, “el trabajo, la miseria”.

¿Ya has ido a ver Tardes de soledad? Bueno, voy acercándome, acercándome al cine, desde hace unos meses. Ya casi he llegado...