No hay peor sordo que quien no quiere oír, dice el refrán. Tristemente, el Gobierno de Pedro Sánchez se niega a considerar los argumentos en contra del cierre programado de los siete reactores nucleares que siguen funcionando en nuestro país. Se trata de un peaje ideológico a un ecologismo viejuno que en el resto del mundo ya está superado.
En la lucha contra el calentamiento global, la energía nuclear es una pieza esencial, pues solo con renovables es imposible garantizar el consumo y electrificar como se pretende toda la economía.
Tanto la Agencia Internacional de la Energía, como la 28ª Conferencia para el Clima, el informe Draghi o la propia Comisión Europea la consideran una pieza estratégica en la transición energética.
La apuesta que están haciendo por ella las grandes tecnológicas norteamericanas a fin de garantizarse energía limpia, segura y barata para los centros de datos, aclara cualquier duda sobre su viabilidad económica. En España, la consecuencia de ese apagón previsto entre 2027 y 2035, será un mayor consumo de gas y un aumento del precio de la energía.
Si en el pasado reciente Alemania fue un mal ejemplo, pues avaló las tesis de la fobia a lo nuclear como sinónimo de peligro, el escenario ha cambiado tras las elecciones del pasado domingo. El futuro nuevo canciller, Friedrich Merz, ya ha adelantado que se propone evaluar la apertura las centrales nucleares.
El coste de la nefasta decisión que en 2011 tomó la entonces cancillera Ángela Merkel tras el accidente de Fukushima, cediendo a la demagogia de los Verdes, y que la CDU tuvo hacer suya sin haber sido consultada, ha sido brutal para la economía germana en la última década. Lo explica el periodista Wolfgang Münchau en su libro Kaput. El fin del milagro alemán.
La ventaja española es que todavía estamos a tiempo de revertir el cierre programado, aunque sea en tiempo de descuento. El debate mediático ha dado un giro completo en favor de las tesis pronucleares, y la mayoría de la opinión pública ya no se muestra hostil.
Si hoy el Gobierno anunciase un cambio de criterio, enfatizando cualquier argumento como la guerra de Ucrania, las necesidades de Defensa, el incremento del precio del gas, etcétera, la ciudadanía lo entendería perfectamente y muchos lo aplaudiríamos como una muestra de sentido común.
Desgraciadamente, no parece que vaya a ser así. La única esperanza ahora mismo, aunque parezca paradójico para quien esto escribe, es que los partidos separatistas, Junts y ERC, que ya han empezado a marcar sutilmente distancias con el Gobierno en este punto, quisieran salir en defensa de la independencia energética de Cataluña.
El cierre de los tres reactores (Ascó I y II, y Vandellós II) que suministran más del 54% de la energía que consumimos en las cuatro provincias supondrá un problema enorme para la industria, como no se cansa de alertar el presidente de Foment, Josep Sánchez Llibre.
De forma incomprensible, el presidente de la Generalitat, Salvador Illa, que es perfectamente conocedor del disparate que se avecina, no sale de la zona de confort, que es la de repetir los argumentos del Gobierno español de confianza ciega en las renovables.
Es evidente que las fuerzas independentistas, particularmente los neoconvergentes, tienen una oportunidad de oro para salir en defensa de la soberanía de Cataluña, ya que muchos de los miles de GW que dejaran de producirse con las nucleares habrá que comprarlos fuera.
Energéticamente seremos mucho más dependientes y menos sostenibles. Por otro lado, se perderán miles de puestos de trabajo y el cierre supondrá un golpe muy duro para las comarcas afectadas directamente.
Con un poco suerte, Carles Puigdemont lo pone como condición al PSOE para aprobarle los Presupuestos de 2025, y Sánchez, a fin de no crear ningún agravio con el resto de los territorios, aprueba una moratoria general para todos los reactores españoles. Ya sé que no pasará, pero déjenme soñarlo.