La autonomía fiscal de Cataluña ha sido históricamente un tema de debate político y económico. Hace nada leía en este periódico que ERC cedía y aceptaba un consorcio temporal con la AEAT para recaudar fondos, aunque un día después cambió de opinión y lo dio por descartado.

Los funcionarios de la Agencia Tributaria española (AEAT) no quieren venir a la de Cataluña (ATC) que, en los últimos años, ha aumentado su capacidad de gestión y recaudación de tributos propios y cedidos, aunque sigue dependiendo en gran medida del Estado para la liquidación de los impuestos de mayor peso. Y que cuenta ahora con nuevo director, el economista Andreu Navas, que viene de gestionar los impuestos de la Diputación de Tarragona.

Que conste que hace muchos años que soy el interventor de la ATC y hay unos profesionales, no buenos, sino excelentes. No entiendo ese resquemor por parte de los funcionarios de la AEAT.

Cataluña no goza de la misma capacidad recaudatoria que el País Vasco o Navarra, pero sí dispone de competencias fiscales significativas que le permiten gestionar una parte de sus ingresos y gastos.

La Generalitat tiene la capacidad de gestionar y modificar ciertos tributos, como el tramo autonómico del IRPF, el impuesto de sucesiones y donaciones, el de patrimonio y algunos tributos propios, como el impuesto sobre grandes establecimientos comerciales, el de bebidas azucaradas o de vehículos.

La verdad es que una autonomía fiscal catalana tiene sus ventajas. En primer lugar, una mayor capacidad de gestión de los recursos. La Generalitat puede adaptar ciertos impuestos a las necesidades económicas y sociales de la comunidad. Por ejemplo, en los últimos años se han incrementado los impuestos medioambientales y se han modificado las bonificaciones en sucesiones y donaciones para aumentar la recaudación.

También tendría, en segundo lugar, una capacidad de diseñar políticas tributarias propias para financiar políticas sociales o de infraestructuras, pudiendo tener, en tercer lugar, la capacidad de decidir sobre una parte de los ingresos que permitiría a la Generalitat adaptar el gasto público a sus prioridades, como la educación, la sanidad o la inversión en infraestructuras.

No obstante, la Generalitat está limitada actualmente. Aunque tiene autonomía para modificar algunos tributos, sigue sin poder gestionar directamente el IVA, el IRPF o el impuesto de sociedades, lo que limita su capacidad de maniobra financiera. Y se le ha acusado de desincentivar la inversión y el crecimiento financiero, con unos de los impuestos más altos del conjunto del Estado.

Sin embargo, existe un amplio margen de acción que la Generalitat podría explorar sin necesidad de subir impuestos.

Uno de los principales problemas del sistema fiscal catalán es la elevada economía sumergida. Según estimaciones, el fraude fiscal representa entre el 20% y el 25% del PIB de Cataluña. La Agència Tributària de Catalunya ha avanzado en su capacidad recaudatoria, pero sigue habiendo un margen de mejora.

Para combatir el fraude sin subir impuestos, la Generalitat podría usar tecnología avanzada: la aplicación de inteligencia artificial y big data permitiría detectar patrones sospechosos y mejorar la inspección tributaria.

Podría, a su vez, coordinarse mejor con la AEAT, ya que parece que por el momento no hay fusión, para una mayor colaboración en reducir el fraude en sectores clave. O se me ocurre, también, que podría simplificar y digitalizar trámites.

Otra vía para mejorar las finanzas públicas sin subir impuestos es la optimización del gasto. La Generalitat podría analizar qué partidas presupuestarias son ineficientes y reasignar recursos a sectores con mayor impacto económico y social. También una mayor coordinación podría liberar recursos sin afectar la calidad de los servicios.

Cataluña, a su vez, tiene acceso a importantes fondos europeos, pero su aprovechamiento no siempre es óptimo. Mejorando la gestión de estos recursos, la Generalitat podría captar más fondos Next Generation EU. Estos fondos ofrecen financiación en áreas clave como digitalización y transición ecológica, permitiendo inversiones sin coste fiscal adicional.

O se podrían promover proyectos estratégicos donde liderar iniciativas de I+D, energías renovables y tecnología, atrayendo inversiones europeas sin necesidad de aumentar la presión fiscal, así como asesorar mejor a pymes y emprendedores. Muchos fondos europeos quedan sin utilizar porque las empresas desconocen su existencia o encuentran barreras burocráticas. Mejorar la comunicación y asistencia podría incrementar la captación de recursos.

También se me ocurre que la Generalitat podría aumentar la recaudación ampliando la base fiscal. Esto se podría lograr atrayendo empresas y trabajadores altamente cualificados mediante incentivos a sectores tecnológicos y de alto valor añadido, un entorno fiscal más competitivo o programas de retorno de talento.

Como vemos, la evolución del modelo dependerá en gran medida de la voluntad política, de la capacidad de alcanzar acuerdos entre las diferentes administraciones así como del comportamiento de los actores privados sociales.

La discusión sobre la autonomía fiscal de Cataluña no debería centrarse exclusivamente en la subida o bajada de impuestos. Existen alternativas viables para mejorar las finanzas públicas sin aumentar la carga fiscal.

Desde la lucha contra el fraude hasta una mejor gestión del gasto y una captación más eficiente de fondos europeos e inversión extranjera, la Generalitat tiene margen de maniobra para fortalecer su autonomía financiera sin recurrir a nuevas subidas impositivas. Lo que hace falta es voluntad política y una estrategia clara para optimizar los recursos existentes y fomentar el crecimiento económico.