No puede uno/una/une ir al cine sin ser acosado/a/e por el pensamiento políticamente correcto. En la reciente gala de los Gaudí, fue galardonada la identidad catalano-charnega. No es de extrañar que los principales premios se los llevaran El 47 (la peli con los nouvinguts más correctos de la historia) y Casa en flames (un film donde los pijos catalanes queman su casa de veraneo a lo bonzo).
Toca estar orgulloso de tener ocho apellidos andaluces y ser capaz de contar historias “muy catalanas”. Hay que agradecérselo, sin duda, a la inmersión total. Ya no hay apocalípticos, sólo integrados. El pijoaparte de Juan Marsé sería hoy un guionista de Almería que escribe y piensa en la lengua única. Amantes bilingües, ya no tenemos.
De aquel Artur Mas que lideró a los Juntos por el Sí hasta un callejón independentista sin salida, hemos pasado al imperturbable Salvador Illa que intenta no ofender la identidad de nadie. Difícil empeño cuando la normalización lingüística sigue intocable, aunque la escuela suspende en los informes PISA. Existe una necesidad política y cultural de navegar en aguas identitarias sin molestar a esos patriotas que andan preocupados por su pérdida de peso en las urnas… y en TV3.
Por lo que vi en YouTube, a donde puedes ir en pijama, la gala del cine patrio fue orgullosamente catalanista con toques de progresismo plurinacional. Muy multicultural y artificialmente combativa. Salió al escenario el inquilino descontento, con su camiseta de un sindicato anticapitalista. Apareció la mujer artista y madura que riñe a la industria porque no contrata a sus viejas amigas. También escuchamos al guionista orgulloso de su estirpe charnega y al director con uniforme de ERC (traje azul oscuro y camisa negra) que se sabía ganador con la historia del autobús.
Con voz temblorosa, Eduard Sola salió a recoger un merecido premio por su guión sobre los líos de una familia de ricos de la terra en su torre de la Costa Brava. El hombre, realmente emocionado, dijo sentirse “orgullosamente charnego” y explicó que su abuelo era analfabeto, que nadie de su familia andaluza tenía casoplón ni barquito para salir a navegar. En ese momento, empecé a pensar que el guión se estaba enredando entre identidades. ¿No tienen barco los andaluces y sus descendientes, esos que llevan aquí décadas y nacieron en democracia? Se lió. Tardaron poco los patriotas en poner a parir al guionista, que acabó dando extrañas explicaciones (justificaciones) en la emisora RAC1 (la de los Godó de toda la vida) para hacerse perdonar por su atrevimiento.
La necesidad de tener una identidad propia, un relato, se ha convertido en pena a perpetuidad. Lo más, en 2025, es ser un charnego catalán comprometido con la normalización lingüística de la única lengua (digan lo que digan los demás, incluso los jueces).
Tras tanta matraca pujolista y procesista, los jóvenes talentos sin orígenes almogávares quieren ser aceptados. Las historias de superación, bañadas en catalanismo y buenismo, triunfan entre las nuevas generaciones que jamás subieron a Torre Baró, pero que han visto, incluso rodado, una de las películas catalanas más taquilleras de la historia.
Asistí a la gala desde el ordenador, pero fui al cine a ver El 47. A la salida, rodeada de viejos cinéfilos, escuché distintas opiniones. Casi todas eran favorables a esa historia atiborrada de justicia social y demagogia. La relación del andaluz protagonista y su mujer, una exmonja, es bilingüismo cronometrado. Entiendo que alguien crea en esa realidad paralela porque sus protagonistas, Eduard Fernández y Clara Segura, son dos actorazos. Andaba intentando acallar mis malos pensamientos, cuando escuché a un espectador que salía detrás mío decir: “En esa época, en Torre Baró, no hablaba catalán ni el tato”. Casi nos hacemos amigos.
El film gusta porque ganan los buenos, los nouvinguts que se esmeran en hablar la lengua de su tierra de acogida con todo el que sale. Con la monja, con el supuesto Pasqual Maragall o con los oficinistas que bajan en paradas anteriores del autobús. Un puro encaje de bolillos lingüísticos. La ingeniería biempensante ha puesto de los nervios a lo que queda del independentismo. No le ven la gracia a tanto castellano en el Gaudí ni en TV3 y alrededores. Es “la seva”. Andan poniendo verde a los premiados, advirtiendo que no apoyarán a nadie (¡puta España!) que busque “colonizar” Cataluña.
La verdad es que los inmigrantes de ahora - latinoamericanos y árabes- son más reales, pero gustan menos. La líder de Aliança Catalana, al igual que el Junts de Puigdemont, propone ponerlos de patitas en la frontera. El buen rollo autobusero o anticapitalista es entrañable, pero la Casa en llamas es más creíble. Qué quieren que les diga, charnegos somos todos. No hay que pedir perdón.