Por motivos varios —pico de trabajo, mi hijo, la edad, premenopausia, vagancia— vuelvo a estar en modo “encefalograma plano” y no leo nada de nada, excepto la historieta que hay en el dorso del paquete de cereales de mi hijo, sobre unos dinosaurios que cruzan un desierto y buscan agua para beber, y Astérix y Cleopatra, nuestro básico antes de ir a dormir.

Lo habremos leído ya unas treinta veces, y siempre descubrimos algún pequeño detalle que nos hace reír. Pero, claro, una vez dormido mi hijo, o me toca volver a sentarme frente al ordenador, o me dejo caer en el sofá, dispuesta a buscar un poco de entretenimiento fácil en la pantalla antes que empezar alguna de las novelas que se me acumulan sobre la mesa. 

Los remordimientos están ahí (“te volverás un tocho”, “no sabrás escribir”, “no tendrás temas de conversación”), pero he aprendido a pasar de mí, a agarrar el mando, conectar Netflix y tragarme uno o dos capítulos de Mad Men, que estoy viendo por segunda vez, tras varios intentos frustrados de empezar una nueva serie sin aburrirme o sentir que pierdo el tiempo.  

Recuerdo perfectamente la primera vez que alguien me habló de Mad Men. Fue un periodista inglés de la BBC, con quien coincidí haciendo reportajes por China, en 2008.

En aquella época, si vivías en Pekín, para ver series americanas solo tenías que bajar a la tienda de DVD pirata de tu barrio y rezar para que los discos que te llevabas a casa por cuatro duros estuvieran bien grabados.

“Tienes que verla, Andrea, retrata a la perfección el Nueva York de los años sesenta…”, me insistía Michael, que era unos diez años mayor que yo y tenía dos hijos. En lugar de hacerle caso, me tragué enteras The Office, Sex and the City y Weeds, entre muchas otras.

A mis veintilargos años, una serie sobre publicistas fumando, bebiendo whisky y engañando a sus esposas no me atraía demasiado. 

Unos años más tarde, ya en Barcelona, empecé a ver Mad Men y comprendí por qué Michael había insistido tanto. “¡Qué diálogos!”, ¡qué manera tan inteligente y original de tratar el empoderamiento de la mujer en las últimas décadas!

Por supuesto, también me enamoré perdidamente de Don Draper, el protagonista, un hombre elegante, educado e incapaz de mantener una relación equilibrada con ninguna mujer de su talla intelectual. Un capullo en toda regla, vaya, como muchos con los que me he topado, pero al estar encerrado en una pantalla me resultaba inofensivo.

Recuerdo que una de sus respuestas se me quedó grabada como si fuera un mantra: “¿Qué quieren las mujeres?”, le pregunta un socio. “Cualquier excusa para acercarse más”, responde Draper. Cuánta verdad. 

“Las mujeres solemos montar dramas cuando os sentimos lejos”, traté de aclararle a un amigo, después de que me contara su última batallita con su novia. Le aconsejé que mirase Mad Men, por su sutil enfoque feminista, pero no sé si me habrá hecho caso.

Por mi parte, esta noche miraré un par de capítulos más y disfrutaré por un rato de sentirme enamorada. Todavía no he llegado a la escena en la que Draper suelta la frasecita que me gusta, pero he topado con otra que me ha hecho sonreír igual: “¿Qué quieren las mujeres?” (esta vez es Draper quien pregunta). A lo que su socio responde: “¿A quién le importa?”.