No hay cosa más desagradable que la mala educación, que consiste, entre otras cosas, en dar tu opinión antes de que te la pidan. Y eso están haciendo algunos jueces sobre los que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano que los controla, ha abierto diligencias. Nos referimos concretamente al magistrado de la Audiencia Nacional Eloy Velasco y al magistrado de lo mercantil en Madrid Manuel Ruiz de Lara.
Ambos se merecen una amonestación y un castigo, y no por prevaricar o por aceptar sobornos, que de eso no se les acusa, sino por faltar a la lealtad institucional y a la buena educación. Por hablar más de la cuenta cuando su cargo, la dignidad que se le supone y la responsabilidad que conlleva el servicio del Estado debería haberles inducido a hablar exclusivamente en sus sentencias. De la misma manera no aceptamos que un general del ejército de Tierra explique a quién vota cuando llegan los comicios.
Los dos jueces mencionados tienen, como supongo que todos los miembros del estamento, sus personales ideas políticas y sus convicciones sobre lo que España merece o necesita y sobre si el Gobierno lo hace bien, mal o fatal. Bien está. Ahora bien, la inmensa mayoría de sus compañeros se guarda para sí esas convicciones para comentarlas sólo con sus parientes y en sus círculos de amistad, y se abstiene de participar en el debate político público. Así es como debe ser. Tienen la sensatez de asumir que no es opinar sobre política lo que les corresponde en el servicio a la sociedad y al Estado. Un juez no es ni debe ser un cuñado.
De hecho es ya incómodo, y suena chirriante, el hecho de que haya asociaciones de jueces que se autodenominen o que sean denominadas “conservadoras” o “progresistas”. Con ello ya anticipan un sesgo ideológico en sus sentencias que puede ser inevitable –pues al fin y al cabo, además de intérpretes del Derecho, son seres humanos—, pero debería considerarse más un defecto, una debilidad, que un atributo del que blasonar. Hay que dar la impresión de que uno tiene la sangre fría y se ciñe rigurosamente al Derecho.
Al no hacerlo así, al pregonar sus opiniones, sus filias y sus fobias, los jueces demasiado locuaces hacen daño a la reputación del gremio, a la presunción de imparcialidad y neutralidad del estamento, y dan argumentos al Gobierno para también faltar a la lealtad institucional y hablar de “lawfare” cada vez que cualquier juez hurga en sus asuntillos y trapisondas.
Lo que es razonable para un electricista, un político o un contable, no siempre lo es en un juez. El magistrado Santiago Vidal fue suspendido de su cargo durante tres años por redactar un borrador de Constitución catalana: lo cual no es delito ni falta en cualquier ciudadano pero sí, precisamente, deslealtad en un magistrado como él. Caso contrario, lo ejemplar y admirable en el juez Manuel Marchena, que pilotó los juicios del “procés”, era que en ningún momento se dejaba arrastrar hacia debates o consideraciones políticas o personales. Se ceñía a Derecho sin caer en la trampa de la opinión personal que le mereciese tal testigo, tal hecho, tal acusado. Y no porque no se las tendieran.
Por una serie de motivos, la europarlamentaria y exministra Irene Montero (de Podemos) puede caerle fatal a cualquiera, de cualquier profesión… salvo, precisamente, a un juez. No es aceptable que Velasco mencione como argumento para desacreditarla -¡y encima en las redes sociales!—, su pasado empleo como “cajera de Mercadona”. Una muestra de clasismo hiriente y rancio, como si el hecho de haber ejercido una profesión modesta cuando era joven y cursaba sus estudios universitarios la desacreditase como política.
Cuando sucede exactamente lo contrario: es loable que la muchacha que entonces era la señora Montero estudiase y trabajase, aliviando así a su familia de la carga de mantenerla económicamente. Y, de paso, entrando en contacto directo con la “gente común”, como en la canción de Pulp, donde una chica pija quiere conocer a “gente común” y Jarvis Cocker la lleva “al supermercado, no sé por qué, por algún sitio hay que empezar.”
Cosas –estudiar y trabajar, hablar con la gente común- que seguramente no tuvo que hacer el señor juez, entre otros motivos porque las oposiciones a la magistratura son muy exigentes y requieren durante años plena dedicación, que generalmente tiene que financiar la familia del aspirante.
Al reprocharle a la Montero ese pasado de empleada de supermercado, como si fuera una indignidad o la incapacitase para la función política, el juez Velasco delata una mezquina mentalidad de señorito, y no estar a la altura de la dignidad del cargo.
Otro tanto se puede decir de Manuel Ruiz de Lara, rebautizando a la presidenta del gobierno como “Barbigoña” –lo cual no tiene gracia, pero sí un tufo machista-. Pero siendo esto impropio de la dignidad (y del sueldo) del cargo que ostenta en el tribunal mercantil de Madrid, lo urticante es que escriba libros como “Patria olvidada” (ed. Cajón de Sastre), que él mismo define como “una novela muy real y una crítica a la situación política y al Gobierno actual”, además de “un desahogo personal”, y anuncia una secuela, “Patria recobrada”, en la que un mal presidente del gobierno llamado Sánchez Castellón sufre un atentado “cuando va a comparecer por una serie de delitos, una especie de Watergate policial en el que se ha visto envuelto y que hace que caiga su Gobierno…”
¿Pero qué es esto tan ramplón? Al tribunal se viene ya desahogado, señor juez. No debería usted haber perdido de vista que encarnar la ley es un enorme privilegio, una gran responsabilidad y una cosa muy seria. Si no fuera así podría ir usted al tribunal en chándal y chanclas, y no revestido de la severa toga. Si tiene usted pujos de literato, y le sobra el tiempo y el talento, escriba novelas con seudónimo. Ya cuando se jubile tiempo tendrá para revelar que el autor de tan necesarios libros es usted. Entre tanto, bien estaría que sus colegas lo retirasen durante una temporadita al rincón de pensar.