En la campaña electoral, Salvador Illa, repitió por activa y por pasiva que su objetivo era poner punto final a una década perdida e iniciar una nueva etapa. Cien días en el Govern no dan para mucho, pero sí para detectar un cambio en el fondo y en la forma. En el fondo, porque la política catalana vuelve a la política de las cosas y de las personas, alejándose de veleidades y de utopías condenadas al fracaso.

Y en la forma, porque Illa actúa con mano de hierro y guante de seda, abierto al diálogo. Seguramente, porque el sudoku parlamentario -catalán y madrileño- así lo requiere, pero también porque el president es así. Escucha y escucha, busca el punto de encuentro, pero actúa, o sea, gobierna. Algo que se echaba en falta en Cataluña desde tiempos de José Montilla

Abrir una nueva etapa requiere gobernar, sin duda, pero también abrir nuevos caminos para cerrar viejas heridas. Que Illa no cierre la puerta a verse con su predecesor, Carles Puigdemont, es en sí mismo una buena noticia.

La amnistía y los indultos sosegaron la irascible política catalana y dieron sobriedad a una sociedad exaltada. Cierto que la amnistía es incompleta por la batalla desatada por la judicatura residente en la Villa y Corte de Madrid, pero un reconocimiento institucional mutuo entre Illa y Puigdemont es definitivo.

Illa se entrevista con el líder de la oposición, y Puigdemont reconoce al president “legítim” de la Generalitat. Por ende, esta reunión puede ser un revulsivo para que, más allá de las diferencias y aspiraciones, Cataluña pueda sentar las bases de una remontada ansiada y necesaria. Y, sobre todo, porque la normalización pasa por poner punto final a la década perdida por un procés que lo dinamitó todo y no llegó a nada. 

El president se ha puesto manos a la obra, que no es fácil. Ha marcado la hoja de ruta de su acción ejecutiva y se prepara para el triatlón. Cerrar un acuerdo sobre la quita para inyectar recursos a la Generalitat, hacer pedagogía en España -tiene intención de visitar Illa a todos los presidentes autonómicos para explicar su proyecto de Cataluña para España- y cerrar un acuerdo de financiación singular.

Illa habla mucho con Pedro Sánchez y, parece, que ha convencido al presidente que la piedra filosofal de la negociación es la Sanidad. Todas las autonomías quieren que su Sanidad funcione, y para eso se necesitan recursos, y los recursos los debe poner el Estado. 

Se va a afanar el president a forjar acuerdos en España, única forma de articular acuerdos presupuestarios en Cataluña. ERC necesita como agua de mayo llevarse a la boca algún éxito para superar el erial donde se encuentra tras su división en el congreso. Y este éxito debe tener nombre y apellidos, y no sólo promesas. 

Lidiar con ERC y Junts no será fácil, porque ambos siguen a la greña disputándose el liderazgo del final del procés, con el permiso de Aliança Catalana, que poco a poco se está haciendo un hueco arrogándose heredera de lo que pudo ser y no fue por la inutilidad de la izquierda y la derecha independentista, y reivindicando sin complejos que los catalanes son una raza superior que tiene todos los derechos por el mero hecho de ser catalanes.

Todavía no dicen los de Orriols quién es catalán y quién no. Quizás miren los ocho apellidos catalanes, y aquí pueden tener sorpresas. Lo de buen y mal catalán ya lo explotaron los partidos tradicionales y el tiro les salió por la culata. 

En el campo de la política de las cosas, el president ha puesto la directa con retos importantes. La Educación está por los suelos, la economía es pujante, pero lejos de ser un motor, la Sanidad hace aguas, las infraestructuras -ferroviarias, viarias y aéreas- viven en una burbuja que hay que reventar cuanto antes, y el modelo energético adolece de todos los defectos, mientras que el suministro de agua debe ser una preocupación, a la vez que requiere ocupación. 

Tiene razón el president en que se ha cerrado una etapa. Que hay voluntad de superar la década perdida. Pero si quiere que Cataluña inicie su era prodigiosa, deberá impulsarla con gobierno, con acuerdos con Madrid y sumando complicidades. Dicen que Illa es aburrido: pues bienvenido el aburrimiento y que dure, al menos, ocho años.