"Quien gobierna, mal descansa". La cita no es reciente. La pronunció uno de los estandartes de la literatura española del Siglo de Oro, Lope de Vega, pero goza de magnífica actualidad especialmente cuando quienes están al mando de la nave cometen errores de bulto. La decisión de la Generalitat de rebajar la importancia de la literatura castellana y catalana en el bachillerato dejó tiritando al mundo de la cultura y a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y apego al conocimiento. 

El traspié fue tan descalificante que la rectificación llegó casi de inmediato. ¿Problema resuelto? No del todo, la verdad. Fiarse de personas que son capaces de pensar y presentar decisiones que son descabelladas obliga a realizar una reflexión serena de en qué manos estamos y cómo de importante ha de ser el cambio de rumbo que debe experimentarse en esa materia. 

El quejido, más que la queja, que provocó tal decisión afea el comportamiento de la Administración responsable pero es extensible a cualquier gobernante que en una comunidad, país o conjunción de países se viera capaz de ejecutar una barbaridad como esa. Esto no va de colores políticos. Va de nivel, va de modelo de vida, de preservar el eje vertebrador de la sociedad que coloca al ser humano en el centro del universo y de proteger su mecanismo de transmisión que no es otro que el estudio de las humanidades. En todo este íntimo forjado de la sociedad moderna, la literatura es el vehículo mágico que nos transporta a los sueños y al conocimiento y cualquier equivocación al respecto no será aceptada.

Vivimos un tiempo en el que las nuevas generaciones no acceden al saber de la misma manera que lo hicimos los boomers. Todo cambia. Lo que ocurre es que una sociedad que deje de tener el ahínco de leer y de gozar con esa práctica será un colectivo menos crítico y más dirigible. Pasamos del pan y circo romano, a la predestinación divina del medievo en la que el vulgo no debía tener contacto con la cultura. El Renacimiento, el Neoclasicismo y el Romanticismo devolvieron paulatinamente al ser humano a un pedestal decisorio que el mundo occidental lleva ya unos años disfrutando al máximo nivel. Retroceder en ese terreno es volver al oscurantismo medieval.

La rectificación detendrá el inmenso error que se hubiera cometido de haberse consumado pero tendría que servir como botón de alerta para que la literatura no sólo no disminuya si no que crezca. Leer a los clásicos, tanto quienes escribían en castellano como en catalán, nos ha servido para conocer, disfrutar y pensar. Para viajar por la historia, para acercar las grandes corrientes del pensamiento, para surcar otros mundos mientras estamos en éste. Saber leer e interpretar no es moco de pavo en estos tiempos de fogonazos sin sentido. Ya lo dijo uno de los poetas más grandes de la historia, Pedro Salinas, en una estrofa de su obra cumbre, La voz a ti debida:

Para vivir no quiero

islas, palacios, torres

¡Qué alegría más alta:

vivir en los pronombres!