El jueves por la mañana tenía hora en mi centro de estética habitual para hacerme la pedicura, un lujo que me permito con frecuencia desde que asumí que mi pie es grande y feo, pero que no se ve tan mal con las uñas bien limadas y cortadas.
—Es que, si me corto las uñas en casa, yo sola, mis pies parecen las pezuñas de un dinosaurio —le expliqué a la señora mayor que tenía sentada a mi lado.
—Yo es que no puedo ni siquiera agacharme para cortarlas, llevo una prótesis de hierro en la cadera que no se dobla ni por asomo —me contestó la señora, riendo. Acto seguido retomó la interesante conversación que estaba manteniendo con Elena, la esteticien, antes de mi llegada:
—Y, entonces, Elena, ¿cuándo organizamos esa salida para conocer bomberos? Tienen que ser bomberos de Bilbao, que son los más guapos. Si tardamos demasiado, ya seré vieja y no querré salir de casa.
—Pues cuando quieras, Amelia (nombre cambiado), ya sabes que yo soy muy fan de los bomberos. Antes de salir con mi chico, que es mosso d'Esquadra, conocí por Tinder a dos bomberos y un policía, y no me defraudaron.
—Sí, ya veo que a ti te gustan los “cuerpos” —se rio Amelia.
—Mi sueño sería entrar en el vestuario de los Mossos, siempre se lo digo a mi chico —prosiguió Elena. — Me volvería loca en esas duchas...
—Ah, pues a mí eso ya no, total, si no me van a dejar tocar…
No pude evitar soltar una carcajada. Amelia hablaba de hombres y sexualidad con una naturalidad inusual para una mujer catalana de 75 años, y me despertó admiración. Me contó que se había quedado viuda de su segundo marido hacía un par de años, que echaba de menos la compañía de un hombre en la cama, pero que no podía hablar de eso con sus hijas, porque se escandalizaban. “Sólo hablo de bomberos aquí”, me reconoció.
Le dije que yo estaba igual, soltera y sin compromiso, pero que ahora, con los pies bien pulidos y arreglados, seguro que ligábamos. Después le enseñé algunas fotos que una amiga me acababa de mandar desde Dubái, en las que aparecía junto a sus dos hijos en parques infantiles de dos pisos con vacas de mentira para aprender a ordeñar, en tiendas de juguetes gigantes, o junto a árboles de Navidad y Papa Noels blancos abrigados hasta las cejas cuando la temperatura exterior era de 25ºC.
“Dubái es un lugar muy artificial, pero abunda el dinero”, me dijo. Muchos amigos de su marido difunto, abogados como él, abrieron bufetes en Dubái, atraídos por las millonarias minutas que podían cobrar por sus servicios, y todavía viajan allí a menudo para “llenar el saco” antes de jubilarse. “Quien sabe”, se ríe, “igual debería irme a Dubái y ponerme en medio de una rotonda enseñando la pierna, a ver si hay suerte y se para un camionero ciego”.