Un escueto anuncio de tres líneas, publicado esta semana en el Boletín Oficial del Registro Mercantil de Barcelona, da cuenta de la extinción de Societat Catalana de Petrolis SA, conocida como Petrocat. Previamente, su accionista único Repsol había absorbido todos los activos y pasivos.
Con esa lacónica inserción en el Borme, concluye de un plumazo la historia de la compañía. Esta se fundó hace casi 40 años, por iniciativa del Govern de Jordi Pujol. Sus andanzas hicieron correr en su día ríos de tinta.
Petrocat viene gestionando en este territorio una cadena de 40 estaciones de servicio, así como una veintena de centros para suministrar gasóleo de calefacción a clientes domésticos. El pasado ejercicio facturó 334 millones y declaró un beneficio de dos.
Los responsables de Repsol aseveraron tiempo atrás que los establecimientos no experimentarían cambios y se conservaría la marca. Pero eso está por ver. El gigante madrileño explota de forma paralela su propia trama, compuesta de 330 puntos de suministro. Petrocat se ha integrado plenamente en la estructura de Repsol. Ahora el nombre de aquella se borra del mapa, por lo que carece de sentido mantener dos banderas distintas en la misma demarcación.
Petrocat es la historia de un despropósito perpetrado por los delirios nacionalistas del gobierno de Jordi Pujol.
La entidad se constituyó en 1987 con la finalidad de montar una red de estaciones de servicio en la región. El monopolio de Campsa estaba a un paso de desguazarse y se instauraba un nuevo régimen de libertad para la apertura de instalaciones de repostaje.
Joan Hortalà, conseller de Industria, concibió la peregrina idea de aprovechar la oportunidad y patrocinar una especie de Campsa catalana. En ella se ofrecería participación relevante a las estaciones particulares de la zona, a fin de cubrir el hueco dejado por el monopolio.
Como presidente de Petrocat se colocó Lluís Prenafeta, mano derecha e izquierda de Pujol.
El proyecto tropezó desde el primer momento con serias dificultades y se desnaturalizó por completo. Los bencineros no se entendieron con los burócratas y comisionistas que pululaban por el departamento de la Generalitat, acabaron a palos y se largaron de Petrocat.
Su puesto fue asumido por los dos colosos del ramo imperantes en España en aquel momento, a saber, la entonces estatal Repsol y la firma Cepsa, dominada por la francesa Elf Aquitaine, de capital también público.
De esta forma, las acciones de Petrocat quedaron repartidas entre la Generalitat, Repsol y Cepsa. Es justo lo contrario de lo que se pretendía con la creación de la sociedad, cuyo objetivo cardinal reposaba en fomentar el impulso privado en el sector minorista de la distribución de carburantes.
En lugar de favorecer a los pequeños industriales catalanes del ramo, Petrocat devino un instrumento de competencia desleal contra ellos. Y encima, con el soporte y el dinero de los contribuyentes.
Semejante fracaso indujo a la Generalitat a salir de la corporación. En 1995 enajenó el grueso de su paquete a favor de los otros dos dueños, si bien retuvo el 10%. Diez años después, los de Cepsa traspasaron su lote a Repsol. Por fin, en 2023, la Generalitat se desprendió del 5% que aún le quedaba.
Repsol ha dejado transcurrir poco más de un año y ahora, en un respetuoso silencio, procede al sepelio de su filial Societat Catalana de Petrolis SA-Petrocat.
Este lamentable episodio pone de relieve, una vez más, el descalabro de las aventuras empresariales protagonizadas por las administraciones públicas. El Estado o las comunidades autónomas metidos a gasolineros, aviadores, fabricantes de tejidos, de electrodomésticos, de acero o mineros, como ha ocurrido en tiempos pasados, constituye una pura ruina, que acaba pagando a escote el conjunto de los ciudadanos.
Lo mejor que podría hacer Repsol es eliminar de una vez por todas los rótulos de Petrocat y sustituirlos por los de su propio emblema. Así, contribuiría a correr un tupido velo sobre este infausto episodio del Govern de Jordi Pujol, de forma que los ciudadanos lo arrumben al olvido para siempre.