Como bien sabrán, Carles Puigdemont ha dejado, tras el reciente congreso de JxCat celebrado en Calella a finales de octubre, la presidencia del Consell de la República, ese opaco órgano de gobierno en el exilio que él se sacó de la manga tras su precipitada huida horas después de su risible declaración de independencia.
La salida del líder de Junts del cargo ha provocado la caída en cascada de toda la cúpula de semejante artefacto, que difícilmente tendrá continuidad futura tras ese congreso en el que él –tras desplazar a Laura Borràs; acomodar a Antoni Castellà y a sus Demòcrates de Catalunya en el partido; y entronizar a Mònica Sales, Salvador Vergés y a Míriam Nogueras, entre otros— ha vuelto a tomar las riendas de la formación política.
No me pregunten cómo fue creado ese Consell de la República, ni de qué modo el prófugo se lo sacó de la manga, ni quién se responsabilizó de ensamblar semejante artilugio, ni cuánto dinero costó poner algo así en marcha, porque mentiría si dijera que lo sé.
No conozco los entresijos del invento, pero siempre tuve muy claro que ese órgano rector, ese gobierno paralelo a la Generalitat de Cataluña, ese contrapoder en el exilio belga de rimbombante nombre, no era sino un lucrativo vehículo al servicio de Carles Puigdemont –y también de Toni Comín, especialista en fundir tarjetas de crédito como si no existiera un mañana– para sacar pasta por un tubo a sus incondicionales a fin de vivir cómodamente a expensas de la fiebre que aún afectaba a buena parte de la parroquia de estelados ilusos que le seguían, sandalia en mano, tras el bluff que supuso la proclamación, el 27 de octubre de 2017, de la república más breve de la historia.
Luego, en subrepticia e inusitada huida, el hijo del pastelero de Amer dejó a todos los suyos más tirados que a una colilla y con la cara a cuadros. Pero si inescrutables son los caminos de Dios –como aseguraba Unamuno–, también lo son, aunque a misérrimo nivel microcósmico, los derroteros del espantajo caradura de turno; y en muchos casos, por incomprensible que se nos antoje a todos, la fe de los acólitos suele mantenerse incólume e inquebrantable sin que para ello sea siquiera requisito ser carbonero de profesión.
Puestos a imaginar, yo juraría que nuestro cizañero favorito lo vio clarísimo nada más salir, con la ayuda de un osteópata, del maletero en el que había permanecido en posición fetal unas cuantas horas.
Alguien, a su llegada a la Casa de la República, debió izar la bandera de Cataluña con una pompa y circunstancia propia de Edward Elgard, cuadrarse marcialmente ante él y entregarle las llaves de la mansión de Waterloo.
Probablemente, tras inspeccionar el palacete con detenimiento, Cocomocho señaló un espacioso y acogedor salón, y henchido de orgullo anunció al coro de sediciosos que le acompañaban: “Aquí, amics meus, pondremos una gran mesa ovalada de madera noble, algunos retratos de presidentes históricos, unas litografías de Antoni Tàpies y una buena foto ampliada de los piolines apallissant als avis catalans el 1-O… ¡Este será el sanctasanctórum del Consell de la República; tú te encargas, Comín, y que te ayude Valtònyc!”.
Y hasta aquí, señores, la opereta bufa, la sitcom de los hechos, que más allá de alguna perogrullada por mi parte –seguro que sí– debió idearse de forma muy parecida, conociendo como conocemos a todos los actores del tres al cuarto que la protagonizaron.
Lo cierto es que a lo largo de estos años el Consell de la República, cuyo objetivo era internacionalizar el procés; sumar adhesiones a la causa; ser altavoz del clamor y los anhelos de un pueblo oprimido desde el Neolítico; y convertirse, tal y como reza su homepage, en un “Instrumento para culminar entre todos aquello que iniciamos el 1-O”, solo ha sido uno más de los muchos modus vivendi ideados por Puigdemont y su troupe de alegres golpistas. Porque en Bélgica, si te sales de los preceptivos mejillones con patatas fritas, comer bien es muy caro.
Un excelente artículo de Marcos Lamelas, publicado en El Confidencial en 2021, m explicaba en detalle la naturaleza de ese cachivache, de esa cáscara vacía creada a mayor gloria y bienestar de Puigdemont.
El Consell ya contaba en esos días con 92.799 socios –a día de hoy dicen ser 103.459; calculen ustedes los ingresos anuales con cuotas que oscilan entre los 10 y los 40 euros, o más– sin que, al parecer nunca nadie se hubiera dado de baja. Curiosamente, poco más de la tercera parte de los patrocinadores había descargado en esa fecha la app del Consell, siendo como era un proyecto basado enteramente en la identidad digital. No nos engañemos: las decisiones importantes, los nombramientos y cargos, eran decididos por la cúpula a puerta cerrada.
Todo en el Consell era pura opacidad. Por no tener, el organismo no contaba ni siquiera con un Número de Identificación Fiscal. Detrás de ese órgano de gobierno en la sombra se ocultaban dos entidades, dos sociedades privadas belgas —CATGlobal y CATCip— dedicadas a recaudar las cuotas y donaciones sin rendir cuentas de ningún tipo al Service Public Fédéral, que regula y aglutina a las asociaciones sin ánimo de lucro en ese país.
El Consell no presentó balance económico alguno en el trienio comprendido entre 2018 y 2020. Pero la pasta salía a espuertas sin que Puigdemont negara beneficiarse de esos ingresos. Ahora, en las últimas semanas, hemos sabido que una auditoría interna señala la gestión negligente de su vicepresidente, Toni Comín, al no justificar el gasto de 15.530 euros gastados, al parecer, en actividades privadas.
Desde su creación y puesta en marcha, el Consell de la República suscitó el recelo y la desconfianza del resto de formaciones independentistas catalanas, a pesar de que todos, en mayor o menor medida, terminaron comulgando con semejante trágala y respaldando el proyecto a fin de no ser tildados de renegados.
Pero ni ERC, ni la CUP, ni sociedades como la ANC y Òmnium Cultural, se fiaban de los tejemanejes de Puigdemont. Mientras unos eran juzgados y pagaban los platos rotos cumpliendo penas de prisión, otros, con la excusa de que su fuga era la única forma de mantener la dignidad institucional y la antorcha de la libertad ardiendo, se pegaban la vida padre paseándose por Bruselas, aferrados a sus cargos en el Parlamento Europeo.
El Consell ha sido siempre causa de innumerables tensiones y desencuentros entre Junts y ERC. Se odian cordialmente.
Desde esos días ha llovido mucho. Conocen ustedes perfectamente la cronología: juicios, condenas, penas de cárcel, victoria pírrica de Ciudadanos, presidencias de Quim Torra (2018-2020) y de Pere Aragonès (2021-2024), retirada del apoyo de Junts a ERC en el Parlament, apoyo del PSC a Aragonès, indultos y amnistías, derrota del nacionalismo y victoria de Salvador Illa en las elecciones autonómicas de mayo de este año.
Puigdemont, el que aseguraba que de no volver a presidir la Generalitat abandonaría definitivamente la política, parece haber decidido, tras hacerse nuevamente con el control del partido, dar por amortizado el Consell de la República.
El artefacto quedará, según anuncian, en manos de una gestora que estudiará su viabilidad futura. Lo cierto es que nunca fue una argamasa capaz de aglutinar al independentismo. Es un juguete roto. Otro más destinado a ser arrojado a la papelera de la historia.
¿Recuerdan aquel exabrupto célebre que un Mosso d’Esquadra profirió durante las protestas independentistas contra una reunión del Consejo de Ministros en Barcelona en 2018?.
Le espetó a un manifestante, a bocajarro, una frase que se convirtió de inmediato en grito de guerra del constitucionalismo catalán –“¡La República no existe, idiota!”– y que fue inmortalizada en camisetas y en todo tipo de merchandising.
Pues ahora toca actualizarla con un conclusivo: “¡Y el Consell de la República tampoco existe, tontolaba!”