La semana pasada, la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados aprobó el dictamen del Proyecto de Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia.

Un texto que, entre otras finalidades, pretende acometer una reforma organizativa de la Administración de Justicia en todos sus ámbitos, así como profundizar en la especialización de los órganos judiciales y desarrollar instrumentos para homogeneizar las prácticas y los comportamientos de los órganos y de las oficinas judiciales.

Y una norma, toda ella, que se enmarca en la vorágine legislativa de los últimos tiempos y en la que el legislador, en una aparente obsesión enfermiza, repite una y otra vez, hasta la saciedad, tanto en las leyes ya aprobadas, como en las pendientes de aprobar, un concepto que, a mi entender, resulta cuando menos peligroso. 

Me refiero a la “eficiencia”, que no eficacia. Palabra utilizada hasta 17 veces en este proyecto y hasta 26 en el ya vigente Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes (aunque no lo fueron tanto como para revestir la forma de decreto) para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia en materia de servicio público de justicia, función pública, régimen local y mecenazgo. 

Dejando a un lado la escasa habilidad literaria de los redactores y su exiguo conocimiento del lenguaje, factores ambos que provocan que textos extensos, pero al mismo tiempo iterativos y carentes de contenido real, se conviertan en las normas que habrán de regir la sociedad, lo realmente preocupante radica en el significado que, en la actualidad, se confiere a la idea de eficiencia. 

Cuando se habla de esta en la Administración de Justicia, nadie o muy pocos piensan ya en la calidad de las resoluciones judiciales, que no son otra cosa que la respuesta de la justicia a las demandas de la ciudadanía.

Ya no importa el contenido de las sentencias. Con que contengan algo de fundamentación del caso concreto es más que suficiente. Si un juez dedica más tiempo a una resolución, si decide estudiar y buscar precedentes jurisprudenciales en las bases de datos antes de dictarla, esto significa que no llegará al número de procedimientos que, con arreglo a la estadística, debería haber resuelto durante ese mes.

La eficiencia, por tanto, tal y como está ahora concebida, nada tiene que ver con la calidad de la justicia, con el contenido de la respuesta al ciudadano, sino, y esto es lo más peligroso, solo con la dicotomía coste-beneficio entendida en términos económicos.

De este modo, la Administración de Justicia se está convirtiendo en una gran empresa en la que el único inversor y accionista, el Estado (o las Comunidades Autónomas, en aquellos lugares en los que las competencias están transferidas, como es el caso de Cataluña), realiza estudios periódicos con la finalidad de conseguir que, mediante una inversión cada vez menor, se consiga un resultado no ya mejor, sino simplemente aceptable.

Estamos, pues, ante una Administración de Justicia entendida, por primera vez en la historia, en términos estrictamente económicos o, si se quiere, neoliberales, pues el concepto de “eficiencia” ha pasado a formar parte de un diálogo empresarial.

No cabe duda de que la respuesta judicial no puede demorarse demasiado en el tiempo. “Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”, dijo Séneca. Proverbio aplicable, hoy, a los juicios rápidos en el partido judicial de Barcelona, con sus señalamientos para el verano de 2026. Pero estoy seguro de que el filósofo romano nunca se hubiera mostrado partidario de hablar de eficiencia en relación con la justicia, sino simplemente de “eficacia”.

La justicia, por tanto, ha de ser eficaz y no eficiente, porque no es una empresa. Las palabras son importantes. No son solo un conjunto de letras encadenadas, sino que estas, cuando forman la estructura adecuada, representan conceptos y poseen la capacidad de mutar todo tipo de concepciones.

Y una justicia eficaz es aquella capaz de solucionar, mediante la aplicación de la ley, los problemas del ciudadano. Una justicia capaz de analizar pormenorizadamente todos los casos que se le sometan para dar la mejor respuesta posible.

Y si para ello hay que invertir más dinero, crear más juzgados, convocar más plazas de funcionarios judiciales, mejorar los medios materiales, se hace. No se ponen parches.

No olvidemos que España es uno de los países europeos con la ratio más baja de jueces por habitante. En concreto, 11,5 jueces por cada 100.000 habitantes, frente a la media europea de 17,7. Pero, por el contrario, nuestro país está por encima de la media europea en litigiosidad, en número de pleitos.

Eso sí, el legislador, en su “eficiente” verborragia, aprueba más y más leyes olvidando y confundiendo conceptos básicos. Y nos pretende hacer creer que, repitiendo esta palabra hasta la saciedad, eficiente, eficiente, eficiente, aunque no invierta un euro en justicia, estaremos por fin salvados y todo irá mejor.