Se han cumplido los 100 primeros días de Salvador Illa en la presidencia de la Generalitat y, en general, solo ha hecho que recibir parabienes y elogios. Con ello se ha celebrado el final de una etapa muy divisiva y cansina en la política autonómica que desatendía los problemas reales de los catalanes.

En estos tres meses, el líder socialista se ha dedicado a recuperar una normalidad institucional que los años del procés habían seriamente dañado, acertando a reunirse con todo el mundo, asistiendo sin complejos al desfile de la Hispanidad o a la entrega de los premios Princesa de Asturias.

En este sentido, por su forma de entender la política y la gestión pública, Illa es una excepción en la dinámica polarizadora española, y seguramente, con el paso del tiempo, lo veremos como la mejor herencia del sanchismo.

El líder socialista catalán acaba de llegar, mientras Sánchez, que lleva ya más tiempo en el poder que Mariano Rajoy, se está yendo, acosado en muchos frentes que no auguran nada bueno.

Teniendo en cuenta el estado calamitoso de la mayoría de las otras formaciones catalanas, con unos partidos independentistas incapaces de afrontar el relevo de sus dos máximos referentes durante la penosa etapa del procés, Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, cunde la impresión de que Illa puede estar mucho tiempo en el palacio de la plaza de Sant Jaume, incluso, claro está, con un PSOE cuyo destino, antes o después, es acabar en la oposición. 

En este corto plazo de tiempo, desde que fue investido, su Govern ha dado señales de estar centrado en lo urgente (la sequía, la prevención de inundaciones por la DANA, la lucha contra las armas blancas y la multirreincidencia, la toma de decisiones para ampliar el aeropuerto, o el fin de la cita previa en la Administración junto a un plan para acometer una profunda reforma...).

Ahora bien, a Illa no se le juzgará solo por las formas, su buena educación, sino por los hechos, básicamente por si consigue dar estabilidad a una legislatura en la que gobierna en minoría y el PSC necesita del apoyo de ERC y los Comunes en el Parlament.

La primera parada son los presupuestos para 2025 y estos, por ahora, se le resisten. La crisis interna en ambas formaciones, con congresos a la vista, lo complica bastante, ya que para aprobarle al Govern unas cuentas se requiere desde la oposición mucha fortaleza.

Illa fue capaz de hacerlo dos veces con Pere Aragonès en la presidencia. Tenía la convicción de que ese era el camino correcto y su liderazgo en el PSC era incuestionable. La debilidad de republicanos y comunes, que sufren ambos una crisis de liderazgos, y cuyos espacios ideológicos se encuentran amenazados, parte de Junts y de Podemos, respectivamente, no invitan a la estabilidad. 

La legislatura de Illa se sostiene en una doble hipótesis. Primero, que sus apoyos en la investidura se convertirán con el tiempo en aliados estables de legislatura. Y, segundo, que Sánchez aguantará hasta 2027, lo que no será fácil sin presupuestos para 2025 tras la prórroga de las cuentas de este año.

El Gobierno del PSOE y Sumar se sostiene en una mayoría muy frágil en el Congreso y con intereses contradictorios, una mayoría de la que Podemos se ha borrado oficialmente. La consulta que llevó a cabo hace unas semanas para ratificar unas condiciones imposibles en la negociación de los presupuestos es toda una declaración de intenciones: la ruptura de las relaciones diplomáticas con Israel y la rebaja de todos los alquileres por ley en un 40%.

Lo primero situaría a España en una posición inútil y extrema, que ningún otro país de la Unión Europea defiende, y en oposición frontal a la nueva Administración de Donald Trump; y lo segundo es legalmente imposible, además de inasumible para el Estado, pues tendría que compensar a los propietarios.  

Ambas propuestas son un disparate, y Podemos lo sabe, aunque también lo complicado de que haya presupuestos y, por tanto, que es mejor prepararse para un escenario de anticipo electoral bajo la bandera de la pureza de los principios.

Tras el escándalo Errejón, el futuro de Sumar está en entredicho, así como la figura de Yolanda Díaz, a quien muchos dan por amortizada. El apocalipsis de Valencia, con la erosión del PP por su pésima gestión en el Gobierno de esa comunidad, pero también del PSOE, por no decretar el Gobierno español el estado de alarma al día siguiente de la DANA, ha generado un estado de cabreo general, que beneficiaría en unas elecciones a la antipolítica de Vox, y seguramente también a Podemos, que vería ahora la oportunidad de renacer y quedarse con todo el espacio a la izquierda de los socialistas. 

Si la legislatura española descarrila, sin presupuestos, con una mayoría descompuesta, incapaz de aprobar nada, incluyendo la reforma de la financiación autonómica, es poco probable que ERC se preste a apoyarle a Illa las cuentas.

Lo mismo pasaría con los Comunes, sin liderazgos fuertes tras la marcha de Ada Colau y la renuncia de Jéssica Albiach, que no harían más que mirar de reojo a Podemos, que en Cataluña ya quedó por delante de Sumar/Comunes en las europeas. Todo ello dibuja un panorama complicado para Illa, cuya sensación de fortaleza es solo el reflejo de la debilidad del resto. Por eso, debería empezar a pensar a medio plazo en un plan B.