El martes por la noche, después de acostar a mi hijo, estaba tan agotada que me sentí incapaz de coger un libro o empezar una serie nueva. Así que me limité a tumbarme en el sofá y a molestar por Whatsapp a algún amigo hasta que me dolieran los ojos de chatear o caer muerta de sueño.
Mi amigo Jordi fue la primera víctima. “Estoy viendo esto del estafador del amor”, me respondió desde su sofá. No sabía de qué me hablaba. “Albert Cavallé”, me aclaró. “Un documental de esos del Sense Ficció”, de TV3; “es que estoy sin internet”. Mientras seguía escribiéndome, googleé “Albert Cavallé” y leí la historia de este señor que logró defraudar a múltiples mujeres a través de páginas de citas. “Me ha hecho pensar en ti y en tus citas de Tinder. Ve con cuidado”, se rio.
Le dije que se tranquilizara, que yo tengo una inteligencia superior para detectar estafadores y merluzos (de hecho, no hace mucho hice match con un extranjero traficante de marihuana que solo buscaba novia para casarse y lograr los papeles de residencia en España), pero a la vez no pude evitar sentirme un poco ignorante por no haber seguido el caso Albert Cavallé.
Últimamente no leo las noticias, ni en internet ni en el papel, y no me siento muy orgullosa por ello. No sé cómo está la situación en Ucrania, el conflicto entre Israel y Palestina o quién tiene más posibilidades de ganar las elecciones en Estados Unidos.
“Bah, se vive más feliz ignorando las noticias”, me dice mucha gente cuando les confieso que no leo la prensa.
Quizás sea cierto, pero, en mi opinión, estar desinformado sobre lo que ocurre en nuestro entorno (inmediato y lejano) me parece una postura egoísta e irresponsable, además de eurocéntrica --solo me interesa lo que ocurre en mi pequeño oasis-- y limitadora de nuestro espíritu crítico y capacidad de comprender el mundo sin prejuicios.
Leer la prensa tendría que ser un ejercicio obligatorio en las escuelas. Mi hijo de 4 años, que cada mañana ve a su abuelo leyendo el periódico en papel mientras desayuna, me pide a veces que lo leamos juntos. “¿Mamá, hoy hay guerra en el periódico?”, quiere saber. Lamentablemente, tengo que contestarle que sí. Vemos las fotos y le explico --cómo puedo-- lo que aparece: “Estos dicen que este país es suyo y lo cogen por la fuerza”, “estos son soldados”, “estos son pobres que no tienen dinero”, “aquí han tirado una bomba en un hospital”...
Saber del mundo, además, le puede servir de gran ayuda a la hora de aficionarse a la lectura. En Raising Kids Who Read (2015), Daniel Willingham, profesor de Psicología de la Universidad de Virginia, identifica tres variables clave a la hora de convertir a un niño en aficionado a la lectura de por vida. En primer lugar, un niño tiene que ser un “decodificador fluido”, es decir, ser capaz de transformar sin problemas las letras impresas sobre el papel en palabras dentro de la mente. Esto se enseña en las escuelas. En segundo lugar, Willingham asegura que los descodificadores fluidos se benefician de tener un amplio conocimiento previo del mundo.
“El principal factor para predecir si un niño o un adulto entiende un texto es cuánto sabe ya sobre el tema”, señala Willingham, citado en un artículo reciente en The Atlantic. Esta variable recae principalmente en los padres, igual que la tercera, y más difícil: la motivación. Esta se consigue mediante una actitud positiva hacia la lectura --que nos vean leyendo un libro mientras ellos juegan o ven la tele, en lugar de vernos chatear por el móvil--, y evitando imponerla como una obligación. “El objetivo es presentar la lectura como una tarta de chocolate, no como un 'tienes que comer espinacas'”, escriben Pamela Paul y Maria Russo, autoras de How to raise a reader (2019), citadas en el mismo artículo.
Para aquellos padres que no son ávidos lectores, pero desearían que sus hijos sí lo fueran, Paul y Russo proponen diversas acciones para presentar a sus hijos la lectura como algo emocionante y que vale la pena, aunque ellos no lean: hablar de libros durante las comidas o durante los trayectos en coche, y no solo de los acontecimientos del día; hacer visitas regulares a bibliotecas y librerías, y quedarse un rato; regalar libros en los cumpleaños; o repartir los libros por toda la casa, en lugar de “almacenarlos preciosamente en su propio dormitorio, lejos de todos los demás”. “No hace falta mucho dinero para llenar la casa de libros... y es muy difícil que un niño se aburra cuando siempre hay libros a su alrededor”, escriben.