Parece que en lo político este va a ser otro otoño caliente y sumamente entretenido, trufado de emociones, trifulcas y mamporros a diestro y siniestro. Las aguas bajan revueltas. Desde ahora hasta comienzos del mes de diciembre tres formaciones políticas maltrechas, en crisis, con múltiples vías de agua en sus cascos y sentinas inundadas que amenazan con llevar la nave a pique –me refiero a Junts per Catalunya y a ERC, en el ámbito autonómico, y al PSOE, en el estatal–, se enfrentarán a la encrucijada de tener que redefinir, refundar, hacer acto de contrición, enmendar y mandar al cuerno, o no, sus erradas líneas de actuación política.
Se avecinan, por lo tanto, encontronazos de lo más variopinto: rifirrafes en lo tocante a liderazgos y cargos, despachos y pasta; en el reparto de los despojos de un poder menguante y cuestionado, y encendidas disputas ideológicas referidas a la estrategia a seguir, pactos, objetivos y posicionamiento futuro.
Los primeros en reunirse –lo harán en la localidad de Calella– para devanarse colectivamente los sesos al límite de sus posibilidades intelectuales hasta sacar humo por las orejas y decidir qué leches quieren ser cuando sean mayores y sensatos, son los de Junts, la ultraderecha rancia y casposa liderada a base de mando a distancia por un Carles no doy una Puigdemont al borde de la depresión.
Hasta hace cuatro días el orate de Waterloo se veía entronizado, restituido como presidente de la Generalitat, porque sigue luciendo una corona de laurel en su matojo craneal aunque ha olvidado que es mortal; todavía cree merecer tan alto destino y le llevan los diablos, porque Pedro Sánchez, que le debía el favor, le traicionó.
Ha perdido, además, el poco crédito que quedaba en su haber en Bruselas, y la maldita amnistía no se materializa ni a tiros. La cosa va para largo y él lo sabe. Pese a ser la segunda fuerza más votada en las recientes elecciones al Parlament, Junts ha desistido de su derecho a ejercer de oposición al odiado PSC. Cuando uno sueña con morar en palacios, difícilmente acepta regentar cabañas. La oposición a Salvador Illa, como saben, la ejerce en primera instancia Alejandro Fernández del PP y, en menor medida, Ignacio Garriga de Vox.
Aunque no se deben descartar sorpresas, las decisiones que se puedan tomar en el congreso de Junts son bastante previsibles. Puigdemont asistirá por videoconferencia a las jornadas, consciente de que Grande-Marlaska se la tiene jurada tras su última tocata y fuga barcelonesa y sueña con agarrarle por el pescuezo.
El pastelero de Amer seguirá manejando los hilos del partido, lo que implica tener que desplazar a Laura Borràs y reubicarla en la fundación, ya que Jordi Turull se mantendrá sin duda como secretario general de la formación. Borràs, que se las ve venir y no quiere quedarse a la intemperie, ya se ha apresurado a declarar que ella no es de pasitos a un lado: “Ni pasos a un lado, ni pasos atrás. Los pasos que quiero dar son adelante, por la independencia”.
Más allá de la probable irrupción o ascenso de nuevos nombres en la cúpula de la formación, Junts continuará con su rentable táctica de ponerle palos a las ruedas a Salvador Illa –ese españolista advenedizo a las órdenes de Sánchez–, marcando, de paso, distancias con los botiflers de ERC en su obsesión por detentar la hegemonía y administración de los restos del naufragio nacionalista; y también para hacerle la vida imposible –con el concurso de la entregada y siempre relinchante Míriam Nogueras– al autócrata de la Moncloa. Ya saben que a Cocomocho lo de tumbar leyes y presupuestos le lleva al priapismo sin necesidad de tirar de Viagra. Así que Pedro lo tiene jodido, porque aquí nada es gratis, y Puigdemont, cual Shylock –el usurero de El mercader de Venecia– le exigirá una libra de su propia carne a cada paso.
Laura Borràs, que busca siempre complacer a su jefe, no se ha cortado a la hora de adelantar posibles escenarios: si hay que unirse a una moción de censura, presentada por Alberto Núñez Feijóo, pues nos apuntamos y santas pascuas. Borja Sémper niega esa posibilidad, por precipitada, y Santiago Abascal apostilla que él no va con Junts ni al notario a heredar.
Más dramático y crispado será el congreso nacional de ERC, a celebrar el 30 de noviembre. La formación tiene el alma hecha añicos tras perder el Govern de la Generalitat. El cónclave republicano promete ser una escabechina entre las diversas facciones, que abogan, en mayor o en menor medida, por la continuidad de liderazgos o por la renovación absoluta de la cúpula del partido y la retirada de apoyo al PSC; son, principalmente, las dos lideradas, respectivamente, por Oriol Junqueras –Militancia Decidim– y por Marta Rovira –Nova Esquerra Nacional, con Xavier Godàs como candidato–, que a estas alturas de película y tras numerosas conspiraciones, zancadillas y puñaladas traperas, ya ni se tragan, ni se hablan ni se escriben largas cartas de amor.
Junqueras no renuncia al liderazgo de ERC. No se ve embutido en áspero sayo, manteniendo relaciones epistolares desde una celda sin wifi, ni roturando el huerto del monasterio de Poblet o de Montserrat. Se ha rodeado de una guardia de corps integrada por una larga lista de cargos y alcaldes electos que, unidos a los que por cortesía de Salvador Illa aún mantienen cargo y cuotas de poder en el actual Govern, respaldan su candidatura en bloque.
Por su parte, Marta Rovira, arropada desde la presentación de la candidatura de Nova Esquerra Nacional por pesos pesados e históricos del partido –Carme Forcadell, Meritxell Serret, Dolors Bassa, Joan Puigcercós y Anna Simó entre otros–, se ha despedido oficialmente de su cargo y de todas las funciones que venía desempeñando en los últimos años; lo hizo en una emotiva conferencia de despedida en la sede central del partido, en la que puso el dedo en todas las heridas abiertas y en todos los errores cometidos, incluyendo los personales, tras el referéndum de autodeterminación del 1-O. Fueron más de dos horas de discurso bordeando lo lacrimógeno.
Si el futuro de ERC es ahora mismo un misterio a medias, lo que pueda ocurrir durante el 41º Congreso Federal del PSOE en Sevilla, a celebrar entre el 29 de noviembre y el 1 de diciembre –congreso al que concurrirán más de mil delegados del partido–, es un enigma en toda regla. Un enigma mayúsculo, dada la velocidad con la que se desarrollan ahora mismo los acontecimientos. Es imposible aventurar nada de lo que allí pueda pasar; lo único cierto es que su convocatoria obedece a la necesidad de “reelección por aclamación” –como en ocasiones ha ocurrido en los cónclaves del Colegio Cardenalicio a la hora de elegir a un nuevo Pontífice– de un Pedro Sánchez en horas muy bajas, necesitado de reafirmación y de adrenalina por un tubo ante el chaparrón de fango que los cielos fachosféricos derraman generosamente sobre su cabeza. Dios existe, señores, y es muy facha.
Las cosas se le complican más y más a su sanchidad. No pasa día sin que Koldo García; Víctor de Aldama; José Luis Ábalos y su Jessica; Begoña Gómez; Delcy Rodríguez; Rodríguez Zapatero; las maletas y el oro venezolano; las cátedras y el software usurpado; Air Europa; y los miles de euros en bolsas entregados en Ferraz, copen todas las portadas de la prensa nacional y todos los informativos de radio y televisión.
En el supuesto de que Pedro Sánchez llegue incólume al congreso –yo apuesto a que sí– se dará un vivificante baño de masas, a lo Kim Jong-un, sin que ni Javier Lambán ni Emiliano García-Page protesten; sin que nadie le tosa; sin que nadie dé un paso al frente postulándose como posible sustituto. En este espinoso asunto ya dijo acertadamente Felipe González que es mejor no dar pistas sobre quiénes podrían reemplazar al autócrata al frente del PSOE y acabar con tanta miseria moral, porque de hacerlo, de ponerles nombre y apellidos, pueden darse por muertos.