Comienza la legislatura de Salvador Illa en Cataluña y el presidente ya ha dicho que la sanidad es uno de los puntos estratégicos en los que centrará la labor de su gobierno en los próximos años.

Para lograrlo ha puesto al frente del Departamento de Salud a una experimentada y reputada profesional sanitaria, la doctora Olga Pané. A la par ha creado un grupo de trabajo formado por 11 profesionales independientes de reconocido prestigio dirigidos por otro excelente gestor, el doctor Manel del Castillo, que han denominado Cairos. Son las siglas de Comitè per a l’Avaluació, Innovació, Reforma Operativa i Sostenibilitat.

El nuevo organismo tendrá por objetivo liderar la puesta en marcha de aquellas reformas organizativas que permitan dar una mejor respuesta a las necesidades de los ciudadanos.

No es casualidad que el nombre elegido haga referencia al término griego kairós, que viene a significar “el momento oportuno”. Cierto, estamos ante el ahora o nunca de nuestro sistema sanitario público como principal garante del Estado del bienestar.

El primer ministro británico, Keir Starmer, dijo hace poco sobre la falta de adaptación del sistema sanitario público de su país a las necesidades actuales de la población (el NHS) que hay que elegir entre la reforma o la muerte. Aquí, la realidad es que no estamos mucho mejor.

Así el Cairos catalán nace con la misión de asesorar a la consejería, proponer la hoja de ruta con las medidas que se deben de llevar a cabo, ejecutar los trabajos y coordinar su implementación. Por supuesto, informar al sector y a la población sobre todo ello.

El sistema sanitario catalán parte con cierta “ventaja” con respecto al del resto de las comunidades autónomas para reconducir la situación.

Históricamente, la atención sanitaria en Cataluña se basó en decenas de hospitales de propiedad pública –a través de consorcios y fundaciones– que, llegado el momento de la construcción del actual sistema, se incorporaron a la red pública, ahora el CatSalut, bajo un modelo de conciertos.

Esta singularidad histórica pone en valor el modelo sanitario catalán. A diferencia de la mayoría de los servicios de salud autonómicos, de sus más de 100 hospitales en la red del CatSalut, solo ocho están regulados por el paraguas del Estatuto Marco, que es el que rige las relaciones laborales en el sector público sanitario español.

El resto de centros están acogidos al derecho laboral privado. Esa condición les otorga un rendimiento, una agilidad y una productividad superiores a los que se operan con el régimen funcionarial.

No voy a entrar por desconocimiento en la causa de la infrafinanciación de la sanidad catalana. Sin embargo, es una realidad que a todos esos centros se les asigna un presupuesto anual y si se consume tienen que disminuir, a propósito, su rendimiento y productividad en la atención de los pacientes.

Por decirlo de otra forma: vemos como todos los años se incrementa el presupuesto sanitario para el resto de las autonomías, con la gran mayoría de centros públicos bajo el régimen del Estatuto Marco, sin que eso redunde en mejores resultados en accesibilidad para los pacientes.

En cambio, en Cataluña, al acabarse el presupuesto de los hospitales, lo único que pueden hacer es bajar el ritmo y priorizar lo urgente o lo importante. Como cuando un coche baja la velocidad porque se queda sin gasolina.

Si dispusieran de más dinero todos estos hospitales catalanes podrían producir y trabajar mucho más.

Además, hay otra circunstancia en el sistema catalán que apenas se da en el resto de las regiones. Así, en los años 80 del siglo pasado se creó el programa Vida als Anys. Su objetivo era dar una atención global e integrada a aquellos que por su edad y estado de salud requerían una atención especial para mejorar su calidad de vida. Se financiaba directamente parte de los servicios sanitarios de los pacientes mayores, de aquellos con necesidades, lo que luego se denominó sociosanitarios.

De la evolución de aquel programa se da la siguiente circunstancia en la actualidad: de los casi 100 hospitales de media y larga estancia de nuestro país, el 64% se encuentra en territorio catalán.

Es objetivo y justo reconocerlo, Cataluña financia desde el Departamento de Salud muchos más gastos de los pacientes con necesidades sociosanitarias que el resto de autonomías. En el resto de España, los pacientes tienen que recurrir más al dinero propio.

Estos mimbres en los que se basa la sanidad catalana, históricamente han supuesto una flexibilidad en la gestión que favorecía las medidas a favor de la eficiencia. Por ejemplo, la concentración de servicios sanitarios u otras actuaciones impulsadas en la época de la crisis del 2010 bajo el mandato del consejero Boi Ruiz. En otras comunidades, precisamente por la rigidez del Estatuto Marco, en la actualidad se priorizan los derechos de los trabajadores respecto a la atención a los usuarios. Esta segunda opción sería, simplemente, impensable.

En mi opinión, esos mimbres bien explotados pueden ser la base, el motor, para que la sanidad catalana lidere los cambios que necesita el sistema español de salud. Es más, puede constituir el espejo en el que fijarse el resto de los sistemas autonómicos y el mismo Gobierno central.

Pero ese “momento oportuno” en el que nos encontramos implica la puesta en marcha de medidas realistas que no generen rechazo social directo y conlleven necesariamente una gran dosis de inversión –esfuerzo y paciencia– en educación y formación sanitaria de la población. Conviene explicarle que de verdad estamos en un “momento crítico” y que son necesarias reformas para aspirar al mejor sistema sanitario que nos podamos permitir.

Una atención que, por el envejecimiento de la población, la policronicidad o las necesidades de reenfocar los recursos hacia la prevención, no puede ser igual a como la hemos conocido hasta ahora.

Y en verdad creo que todavía se puede reconducir. Solo hay que ponerse a hacerlo.