Todo lo relevante, e inherentemente humano, estriba en torno a la Muerte. En un mundo informatizado (y redimensionado con lo electrónico), el viaje escatológico que se hiciera desde Gilgamesh al Nuevo Testamento, pasando por Dante o Goethe encuentra un nuevo idilio con el transhumanismo y la inteligencia artificial.
El Derecho de sucesiones, aquel que trata sobre qué destino siguen nuestros bienes al fallecer, se encuentra de bruces con la paradoja de que el vivo-muerto, encendido-apagado no son binomios equivalentes. Si bien la neurociencia nos confirma la inexistencia biológica del alma y del correspondiente dualismo cartesiano (mente-cuerpo), la realidad actual nos informa de una nueva faceta humana que trasciende a nuestra muerte, la huella digital.
Los “zombis digitales” no son solo aquellos que viajamos cada mañana en Cercanías (mundano Purgatorio) absortos a la pantalla del teléfono, sino, desde un punto de vista más próximo a lo jurídico, todo aquello que queda “vivo” aún después de haber muerto nosotros. Es decir, el perfil de las cuentas en redes sociales, tales como Facebook, fotografías subidas a la nube, bitcoins, cuentas de clientes…
La gracia del mundo informatizado es que la muerte no está en su esencia y surge con ello el derecho al olvido (en esencia, el derecho a ser “desindexado” de la red), y lo que es tan importante incluso, la necesidad de regular qué sucederá con nuestra “huella digital” cuando no estemos.
La Ley estatal de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales (Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre) intenta regular (poniendo nombre y no regulación práctica) lo que, con mayor éxito, ha dejado plasmado el Código Civil de Cataluña (art. 411-10 CcCat), siguiendo el precedente francés: el llamado “testamento digital”.
El testamento digital es aquel documento en el que se dispone de los bienes referentes al llamado patrimonio digital (accesos a redes sociales, criptomonedas…, según vimos antes) y no debe confundirse con el “testamento electrónico”, es decir, aquel realizado por videollamada y que en España sólo se admite para el caso de epidemia declarada hallándonos en situación de confinamiento (tras la ley de Digitalización).
El problema con las cuentas en redes sociales y demás bienes digitales es el de las contraseñas. Es por ello por lo que la doctrina discute sobre qué herramientas podrían preverse (por ejemplo, a través del Portal Notarial del Ciudadano) para poder coordinar las contraseñas (por definición, y tal y como aconsejan los proveedores y empresas de seguridad, variables) con su plasmación testamentaria.
Las grandes empresas en el sector de las redes sociales, en su mayoría estadounidenses, han previsto instrumentos “para-sucesorios” que se asemejan, en exceso, a una suerte de contratos con renuncias. Facebook creó la figura del “legado de contacto” para señalar una persona con cuenta en la red que pueda proceder a cerrar la cuenta en caso de defunción del titular.
Como decía, el testamento digital no debe confundirse con el testamento electrónico. Algún país, como Australia, ha llegado a reconocer efectos jurídicos a un documento en formato Word guardado en un USB en el que el testador (antes de suicidarse) dejó escrito que “esa era su voluntad”. Australia, parte del conocido como Common Law, se centra en la “voluntad de efectividad” más que en la forma como garantía. Una vez más, las instituciones jurídicas europeo-continentales no son susceptibles de traducción directa y automática al inglés (a efectos sustantivos, y no solo lingüísticos).
Se mire por donde se mire, el Derecho debe plasmarse siempre sobre la realidad cambiante, y nuestra huella digital jamás podrá quedar al margen de nuestra normativa, aunque no esté, aún, del todo y suficientemente regulada.
Más información en mi libro: Los testamentos digital y electrónico: una visión de Derecho internacional y comparado (Tirant lo Blanch, Valencia, 2024).