Aunque ya se ha escrito y vociferado en demasía sobre el desplante y feo diplomático a Felipe VI por parte de Claudia Sheinbaum –honorable dama de puñito alzado, feminista y defensora del cambio climatérico, amén de delfina y sucesora de López Obrador en la presidencia de México– vetando la presencia del monarca español en su ceremonia de investidura, tras exigir a España disculpas formales por la conquista, expolio y barrabasadas diversas que Hernán Cortés y sus tropecientas legiones (solo 518 soldados, 16 jinetes y 13 arcabuceros contra todo un imperio) pudieron perpetrar in illo tempore, reinando Moctezuma en Tenochtitlán –capital que, por cierto, fue fundada según la historiografía oficial en 1325, cinco siglos antes de lo que ella afirma– me gustaría plantear, tras este largo circunloquio, algunas reflexiones serias e irónicas a un tiempo sobre este asunto.
De entrada, creo sinceramente que una de las cosas más irritantes a las que se puede enfrentar cualquier persona formada, reflexiva y dialogante, es el tener que embestir, argumento en ristre, contra esos molinos de incultura e indigencia intelectual que caracterizan a una izquierda, bien sea propia o foránea, que no habiendo vivido ni el tardofranquismo, ni la crisis de los misiles, ni la caída del Muro de Berlín, ni nada de nada significativo, tiene como única herramienta de agitación ideológica el remover las fosas sépticas y las cunetas de la historia.
Lamentablemente, en la época de estupidez superlativa que nos toca soportar, eso está a la orden del día; porque esta parroquia, incluyendo a Vicente y al petulante del presidente, no ha cogido un libro en su vida y se nutre de cuatro tópicos mal ensamblados –su nivel sináptico es deplorable–, de leyendas negras y de esos bulos y fango que aseguran combatir, cuando son ellos, y sus patéticos referentes históricos, los que están de mierda hasta las cejas. Sí, he dicho mierda, discúlpenme. En definitiva, wokismo irreconciliable e histérico en estado puro, que no aguanta ni un solo round en el cuadrilátero de los pesos ligeros del razonamiento empírico sin caer de bruces contra la lona.
Siempre es lo mismo. No pasa semana sin que se ofenda Perico de los Palotes y, ni corto en estulticia ni perezoso a la hora de enzarzarse en rifirrafes estériles, desentierre y saque a colación un casus belli de la Alta Edad Media, o de los siglos de dominación musulmana, o de 1714, o exija desde su cátedra de pollino cum laude que Italia –¡maldito Publio Cornelio Escipión Emiliano!– pida perdón a sorianos y tunecinos por lo de Numancia y Cartago. Hay que joderse.
En lo referido a la Hispanidad y a sus muchas polémicas lo podemos atestiguar invariablemente cada 12 de octubre, cuando una horda de voceras iletrados despotrica en redes sociales, vídeos y tertulias; ya saben: “¡Expolio, todo fue expolio y genocidio, lo de los sacrificios humanos es mentira!” o “Cortés fue un asesino de masas; escuchad Cortez, the Killer, una canción de Neil Young que explica cómo arrasó Caracas, la capital de México, y asesinó a los jíbaros y a los araucanos!”.
Ríanse, amigos, que buena falta nos hace. Pero más allá de las bromas, que logran que el cretinismo ambiental sea algo más llevadero, la verdad es que tenemos un problema, Houston. Lo tenemos cada vez que Maduro, el dictador que usurpa el poder en Venezuela, abre la boca; o cuando hay que usar alguna herramienta de inteligencia artificial para descifrar la verborrea inconexa y vergonzosa de Yolanda Díaz; o ante el sonrojo que supone cualquier arenga y llamada al odio de género por parte de Irene Montero o Ione Belarra. Menudo patio. Estoy por exigir al Gobierno de Argentina una disculpa oficial por enviarnos a ese par de lumbreras que son Gerardo Pisarello y Pablo Echenique. Menudo corral.
De todos modos, en este asunto lo más hilarante es saber a ciencia cierta –es decir, empíricamente– que detrás de tanta adhesión incondicional a las reclamaciones de la nueva presidenta mexicana por parte de separatistas, populistas de izquierda radical y filoetarras, lo que se esconde es un odio visceral a todo lo que huela a España y a su monarquía como institución. El colmo del cinismo es ver a los abertzales de Arnaldo Otegi exigir que el Rey y nuestro Gobierno pidan perdón por hechos acaecidos durante la Conquista de México hace más de quinientos años –¡medio milenio!– cuando ellos son incapaces de entonar el mea culpa por haber cometido 853 asesinatos y no menos de 3.500 atentados en las últimas décadas. Pura indecencia moral.
Más allá del ruido ambiental que rodea la investidura de Claudia Sheinbaum, y volviendo a ella como principal protagonista de estas líneas, cabría apuntar los muchos errores que México viene cometiendo en cuestión de memoria histórica. Los Gobiernos del país llevan mucho tiempo manipulando y falseando su historia en los libros de texto escolares –cosa que aquí también pasa, no estamos libres de ese pecado–, tergiversando hechos documentados e irrefutables. México no fue una colonia de ultramar, México era España. Solo un uno por ciento de los centenares de miles que se alzaron contra la sangrienta tiranía y la barbarie azteca eran españoles.
Los actuales mexicas son el fruto de leyes históricas sumamente proteccionistas que fomentaron en su tiempo el mestizaje y aseguraron los derechos y dignidad de las muchas etnias de la época. Mientras que en Estados Unidos los linajes y el ADN de los pueblos nativos se han perdido casi por completo, en toda Hispanoamérica se mantienen prácticamente intactos. Más de trescientas personas, en México, EEUU, España y otros países, descienden por línea directa de Isabel Moctezuma, última emperatriz azteca e hija del derrotado Moctezuma II.
No debemos olvidar que, secularmente, el adoctrinamiento, el uso torticero de la historia, ha sido y es la herramienta favorita de cualquier nacionalismo a la hora de saciar hambrunas y acallar el descontento social, la decadencia, corrupción, índices inasumibles de criminalidad y mal gobierno. No hay problema que no se arregle o no sea postergado con una buena sobredosis de fervor nacional en vena y la promesa de recuperar idílicos tiempos pretéritos y arcadias felices –en este caso arcadias precolombinas– llenas de serpientes emplumadas, mitología y épica. Poco importa que la fiebre identitaria sea propiciada por una derecha burguesa o una izquierda radical. Son la misma mentira.
No. Claudia Sheinbaum no puede reclamar disculpas a nadie por la Conquista, cuando en la reciente historia de su país, tras la Revolución Mexicana, y ya en los días de la presidencia del militar Porfirio Díaz –época conocida como porfiriato, entre 1876 y 1911– el Gobierno llevó a cabo el brutal genocidio de los indios yaquis de Sonora y también, aunque en menor medida, el de los mayas de Yucatán; más de 20.000 indígenas fueron asesinados, miles de mujeres violadas, se les expulsó de sus tierras e incluso fueron vendidos como esclavos. Le aconsejaría a la señora presidenta que lea Yaquis, historia de una guerra popular y de un genocidio en México, formidable documento histórico escrito por uno de sus compatriotas, Paco Ignacio Taibo II, novelista, historiador y director de la Semana Negra de Gijón durante muchísimos años, un hombre de izquierdas y, por tanto, libre de toda sospecha a los ojos de la señora presidenta.
No. Ni los españoles ni el Rey deben pedir perdón. Nadie es culpable ni heredero de las posibles tropelías cometidas muchos siglos atrás. La historia, con todas sus luces y sombras, es la que es, y no puede ser cambiada. En todo caso debería servir como lección para no repetir los mismos errores.
Recuerdo, y con esto termino, que hace unos años Felipe González planteó una reflexión brillante al respecto de este asunto. Harto del exasperante revisionismo histórico que presidía y envenenaba la vida política –revisionismo que no buscaba cohesionar a la sociedad, sino ahondar en la desunión entre unos y otros– puso pie en pared y dijo: “Deberíamos preguntarnos hasta qué punto, hasta qué momento de nuestra historia debemos retrotraernos, desandando camino, a fin de validarla, darla por buena y dejarla descansar en paz de una vez por todas”.
Desde mi punto de vista, esa reflexión es casi un koan zen. No tiene respuesta posible, porque la insatisfacción y el egoísmo presiden nuestras vidas. Como escribió el poeta francés Louis Aragón y cantó Jean Ferrat: “Como un tejido desgarrado, vivimos juntos separados”. Y así nos va.